jueves, 18 de mayo de 2023

Ascensión del Señor

 


(Ascensión del Señor - Ciclo A - 2023)

Cuarenta días después de la gloriosa resurrección de Jesús, Nuestro Señor asciende al cielo según las Escrituras (Hch 1, 6-11), Ascensión que también la afirma el Catecismo de la Iglesia Católica (párrafo 665): “La Ascensión de Cristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celestial de Dios[1]; esta humanidad, mientras tanto, lo esconde de los ojos de los hombres (cfr. Col 3, 3)”[2]. También el Catecismo nos enseña que, ya resucitado, glorioso y ascendido, Jesús regresará nuevamente, en su Segunda Venida, esta vez gloriosa, “de donde vendrá de nuevo (cfr. Hch 1,11)”[3] para juzgar a vivos y muertos en el Día del Juicio Final.

La Ascensión del Señor se integra en el Misterio de la Encarnación, siendo su momento conclusivo y es como un “cierre”, por así decir, de esta etapa del misterio salvífico: procediendo eternamente del seno de Dios Padre, Dios Hijo se encarna, sufre la Pasión, muere en cruz, resucita, se aparece a sus discípulos y luego regresa de donde vino, asciende a los cielos, ya resucitado y glorioso, en donde se encuentra “a la diestra de Dios Padre”, como decimos en el Credo. La Ascensión del Señor es el penúltimo momento del misterio pascual, antes de la donación del Espíritu Santo en Pentecostés. Con la Ascensión de la humanidad glorificada del Hijo de Dios, conmemorada en el misterio litúrgico, adorada por los ángeles, nosotros somos también unidos por la gracia a esta alabanza eterna de los ángeles a Cristo Dios y así Cristo Dios es adorado en el cielo, por los ángeles y santos y en la tierra, por la Iglesia Militante.

Jesús resucitado y glorioso asciende para mostrarnos el camino que debemos seguir y adónde debemos llegar por medio de este camino: el camino que debemos seguir es el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis y a través de este camino debemos llegar a nuestro destino final que es el seno eterno del Padre. Entonces, para llegar a ese destino, debemos indefectiblemente unirnos a Cristo crucificado por la gracia santificante para así ser elevados con Él, como Cuerpo suyo Místico, al seno del Padre.

          Jesús asciende glorioso a los cielos y su Humanidad Santísima es incorporada al seno del Padre, desde donde reina por toda la eternidad; sin embargo, al mismo tiempo que asciende, Jesús tiene que cumplir la promesa que había hecho a su Iglesia Naciente y a la Iglesia de todos los tiempos: “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Para hacer estas dos cosas, es decir, para Ascender al Padre y así mostrarnos el camino que debemos seguir si queremos subir al Reino de los cielos, Jesús Asciende, con su Humanidad gloriosa y resucitada y para quedarse entre nosotros y así cumplir su promesa, al mismo tiempo que sube, se queda en el seno de su Iglesia, con su Cuerpo y Sangre glorificados y resucitados, en el Santísimo Sacramento del altar, la Sagrada Eucaristía.

Un aspecto que debe tenerse en cuenta es que la Ascensión de Jesús a los cielos da al misterio de la vida cristiana una nueva luz, una luz que se origina en el Ser divino trinitario y por Cristo ilumina nuestra vida como cristianos y que ilumina un nuevo horizonte, que no es ya la tierra, sino la eternidad del Reino de Dios: el cristiano vive en el mundo, pero no es del mundo, porque mira permanentemente su destino final, que es el Reino de los cielos, que es adonde Cristo ha ascendido, precediéndonos. La Ascensión nos indica que esta vida terrena y este mundo temporal es solo un momento, es solo la etapa previa de nuestro destino final, el Reino de Dios. Y en este peregrinar por la historia humana hacia la Jerusalén celestial, el cristiano -la Iglesia- es alimentado por el Pan de los Ángeles, el Pan Vivo bajado del Cielo, Nuestro Señor Jesucristo oculto, en apariencias de pan, en la Sagrada Eucaristía.

La Ascensión del Señor determina entonces la doble condición de la vida cristiana: por un lado, la vida del cristiano se orienta a las realidades temporales, porque vive en el tiempo y en la historia, pero simultáneamente el cristiano está orientado a las realidades eternas, porque está en el mundo, pero “no es del mundo”, ya que el destino final de todo cristiano es la eternidad del Reino de los cielos. Por esto la vida en la Iglesia se caracteriza tanto por la acción del apostolado, como por la contemplación de la oración.

Cristo, al ser levantado en alto en el Monte Calvario, atrae a todos los hombres hacia Sí venciendo a los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, el Pecado y la Muerte; al resucitar y al ascender, envía junto al Padre al Espíritu de la Verdad, el Divino Amor, el Espíritu vivificador, el Espíritu Santo, sobre sus discípulos, convirtiéndolos, por medio de su Espíritu, en su Cuerpo Místico que es la Iglesia, sacramento universal de salvación; estando sentado a la derecha del Padre, Cristo actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia y por Ella unirlos a sí más estrechamente y, alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre, hacerlos partícipes de su vida gloriosa[4].

De esta manera, nuestra Santa Fe Católica nos dice cuál es el sentido de nuestro paso por la tierra, nos dice cuál es el sentido de la existencia humana en el tiempo y en la historia[5] y ese sentido es peregrinar por la historia y el tiempo hacia la eternidad del Reino de Dios, aunque no de cualquier manera, sino unidos a Cristo en la cruz por la fe, por la gracia y por el Divino Amor; solo así, en la unión con Cristo Redentor, seremos ascendidos a los cielos al finalizar nuestro peregrinar por el tiempo y la historia.

         Estamos en esta vida para ser ascendidos en la gloria unidos a Nuestro Redentor, para ello, debemos vivir en el tiempo vivificados por la gracia santificante, gracia que se convertirá en gloria divina si morimos en gracia. No hagamos caso omiso del plan de salvación que Dios tiene para nosotros en Cristo Jesús, glorificado en los cielos a la diestra del Padre y adorado en la tierra en el Santísimo Sacramento del altar, la Sagrada Eucaristía.



[1] Numeral 665.

[3] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, numeral 665.

[4] Cfr. Vaticano II, Lumen gentium 48.

[5] Cfr. Vaticano II, Lumen gentium 48.

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