miércoles, 14 de junio de 2023

“Id y proclamad que el Reino de Dios está cerca”

 


(Domingo XI - TO - Ciclo A – 2023)

         “Id y proclamad que el Reino de Dios está cerca” (Mt 9, 36-10, 8). Cuando Jesús da esta orden a sus discípulos, estos ya estaban, en cierta medida, preparados para esta misión: los Doce ya habían sido elegidos y además habían presenciado, en persona propia, la actividad de Nuestro Señor entre la gente, una actividad demasiado extraordinaria como para considerar que era obra de un ser humano[1]: Jesús había expulsado demonios, había curado enfermos de todo tipo, había resucitado muertos, había multiplicado panes y peces, es decir, había hecho obras sobrenaturales, llamadas “milagros” que son obras que demuestran un poder divino detrás de estas obras. En otras palabras, los Apóstoles habían sido testigos oculares del poder divino de Jesús, poder que confirmaba, con los milagros, que lo que Jesús decía de Él, que era Dios Hijo en Persona, era verdad. Los milagros de Jesús son la prueba más evidente de que Jesús es quien dice ser: Él se auto-proclama Dios Hijo y hace obras que solo Dios puede hacer, por lo tanto, Él es quien dice ser, Dios Hijo en Persona y esto ya lo habían comprobado los Apóstoles en el momento de recibir el encargo de la misión de evangelizar a todo el mundo: “Id y proclamad que el Reino de Dios está cerca”. Resaltar esta condición de Jesús como Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, es esencial para comprender la naturaleza de la misión de evangelización a la que envía Jesús, porque así como es el Rey, así es el Reino: el Rey es Dios, el Reino es el Reino de Dios. Además, que Jesús sea Dios, eso indica que Jesús no es un Mesías terreno, que ha de restaurar a un Israel terreno; Él es Rey, pero “no de este mundo”, tal como le dirá a Poncio Pilato y el Reino que los Apóstoles y con ellos, la Iglesia, tienen que proclamar como cercano, es el Reino de Dios, el Reino de los cielos, el Reino que está atravesando la barrera del tiempo y del espacio, el Reino que comienza en la eternidad del Ser divino trinitario y no termina más, porque es eterno como eterna es la Trinidad.

Otro aspecto que hay que tener en cuenta es que, además de enviarlos a proclamar el Reino de Dios, Jesús los hace partícipes de su poder divino, para que ellos, como sacerdotes, celebren la Santa Misa, curen a los enfermos, hagan exorcismos para expulsar demonios, etc. De este poder participado, alguien podría deducir que entonces Jesús ha venido para que la vida del hombre en la tierra sea mejor, porque si la Iglesia tiene poder para curar enfermedades, para expulsar demonios, entonces, es que la vida de los hombres se hace mucho más llevadera. Sin embargo, esto no es así: el mensaje central que deben proclamar los Apóstoles no es que Jesús ha venido para hacernos la vida terrena un poco más llevadera: ha venido para derrotar a los tres grandes enemigos de la humanidad -el Demonio, el pecado y la muerte- y para abrir las puertas del Reino de los cielos, cerradas hasta Jesús por el pecado original de Adán y Eva, siendo la Santa Iglesia Católica ya el Reino en germen, siendo los bautizados ya integrantes del Reino por la participación a la vida divina por la gracia y teniendo ya como anticipo al Rey del Reino de los cielos gobernando su Iglesia, por su Presencia Personal en la Eucaristía.

“Id y proclamad que el Reino de Dios está cerca”. Las palabras de Jesús a sus Apóstoles son palabras también dirigidas a nosotros ya que nosotros, como Iglesia, debemos también hacer el mismo anuncio de los Apóstoles, anunciar al mundo que el Reino de Dios está cerca. Muchas veces nos olvidamos de esta misión nuestra y pensamos que esta vida es la única vida o que los reinos de la tierra son nuestro destino y no es así: nuestro destino final es el Reino de Dios, pero para ingresar en él, debemos vivir en gracia, evitar el pecado y obrar la misericordia y recordar, todos los días de nuestra vida, que el Reino de Dios “está cerca”, tan cerca, como cera está nuestra partida hacia el otro mundo. En ese momento será nuestro ingreso en la eternidad, pero si no recibimos la gracia de los sacramentos, si no vivimos según la Ley de Dios, si no obramos la misericordia, no entraremos en el Reino de Dios, sino en otro reino, el de las tinieblas, el reino donde no hay redención. Obremos la misericordia y vivamos en gracias, para ser considerados dignos de ingresar en el Reino de los cielos.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Barcelona 1957, Editorial Herder, 382.

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