“Crean
en las obras, aunque no me crean a Mí” (Jn
10, 31-42). Los judíos intentan “apedrear” a Jesús porque “blasfema”, porque “siendo
hombre, se hace Dios”.
Jesús
pone sus “obras”, sus milagros, como prueba de que Él es quien dice ser, Dios
Hijo encarnado, el Hombre-Dios que “está en el Padre” y que el Padre “está en
Él”, y por eso les dice que “crean en las obras”, aunque no le crean a Él. De esa
forma, “reconocerán y sabrán que el Padre “está en Él”, y que Él es tan Dios
como su Padre Dios, aunque exteriormente se presente como un hombre como
cualquier otro.
La
prueba que certifica la auto-revelación de Jesús como Dios son las “obras” de
Jesús, es decir, sus milagros: sólo Dios puede hacer milagros tales como
resucitar muertos, dar la vista a los ciegos, el habla a los mudos, la audición
a los sordos; sólo Dios puede expulsar demonios, calmar tempestades,
multiplicar panes y peces, curar toda clase de enfermedades.
Lo
que Jesús les quiere hacer ver es que si un hombre dice de sí mismo: “Yo soy
Dios”, pero no hace los milagros que sólo Dios puede hacer, entonces no dice la
verdad; pero si un hombre dice: “Yo soy Dios” y hace los milagros que sólo Dios
puede hacer, entonces esos milagros son la prueba más fehaciente de que sus
palabras son verdaderas y que su identidad y origen son verdaderamente divinos
y no humanos.
Sin
embargo, los judíos han cerrado voluntariamente sus ojos, sus oídos y sus corazones,
y no quieren ver, ni oír, ni amar a ese Dios encarnado que por ellos ha venido
a este mundo, e insisten con acusarlo de blasfemia y apedrearlo. No lo
conseguirán en este intento, pero sí lo harán el Jueves Santo, logrando la
condena a muerte de Jesús luego de un juicio injusto y plagado de errores,
falsedades, contradicciones y mentiras.
Lo
mismo que le sucedió a Jesús con los judíos, le sucede a la Iglesia con el
mundo: las obras de la Iglesia demuestran fehacientemente que Ella es la Única
y Verdadera Iglesia y Esposa de Cristo, porque sólo la Iglesia obra los signos
y prodigios que revelan que el poder de Dios está y actúa a través suyo: la
Iglesia, ante todo, obra impresionantes sanaciones espirituales, como el dar la
vida a un alma muerta por el pecado mortal, a través del sacramento de la
Confesión; con el Bautismo, expulsa al demonio y convierte a una simple
creatura en hija de Dios; con la Confirmación, dona el Espíritu Santo en
Persona a cada alma; con el Matrimonio, convierte a los esposos en imágenes
vivientes del Amor esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa; con la
unción de los enfermos, concede la gracia al moribundo disponiéndolo para la
eternidad, cuando no cura sus afecciones corporales y dolencias físicas;
finalmente, con el Sacramento del Orden, obra el Milagro de los milagros, la
conversión de un poco de pan y vino en el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de
Nuestro Señor Jesucristo,la Eucaristía.
Todos
estos signos, obras, milagros, demuestran que la Iglesia es la Única y
Verdadera Esposa de Cristo, y aun así, el mundo intenta apedrearla y
destruirla.
Pero
lo más penoso es que dentro de la misma Iglesia, sus mismos hijos, buscan
deformar su rostro y convertirla en lo que no es: una Iglesia mundana, del
mundo y para el mundo, pagana, sin Cristo, sin caridad, sin el Amor de Dios,
volcada hacia el hombre, del hombre y para el hombre, en donde paradójicamente Dios
no tiene lugar.
Nuestra
tarea como hijos de Cristo y de la Iglesia es, entonces, mostrar su verdadero
rostro, el rostro del Amor, de la misericordia, de la compasión por el que
sufre, y también el rostro de la piedad, de la devoción, del Amor a Dios que
por nosotros baja del cielo en cada Santa Misa y se queda en la Eucaristía. Debemos
mostrar el rostro de la Iglesia, que para los hombres es amor misericordioso, y
para Dios es amor piadoso y filial. De esa manera, los hombres creerán en Cristo Dios.
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