jueves, 27 de enero de 2011

Felices los invitados a comer la carne del Cordero, el Cuerpo de Cristo resucitado en la Eucaristía


“Felices…” (cfr. Mt 5, 1-12). Todo hombre busca la felicidad, pero el problema, dice San Agustín, es que la busca en lugares equivocados: en los sentidos, en el dinero, en el poder, en el mundo. Desde que el hombre es hombre, busca la felicidad, y por eso, desde que nace, la busca incesantemente, aunque no sepa que la busca, pero el problema es que la busca en donde no podrá encontrarla jamás: el dinero, el poder, el éxito, los honores del mundo. Jamás encontrará en estos ídolos la felicidad, porque ahí no está, y no sólo no encontrará la felicidad en estos ídolos, sino que estos le provocarán pesares y angustias en esta vida, y dolor eterno en la otra.

¿Dónde está la felicidad? ¿Qué hacer para alcanzarla? En el Sermón de las Bienaventuranzas, Jesús da la clave para que el hombre alcance la felicidad, anunciando dónde se encuentra la felicidad: en la pobreza de espíritu, en la mansedumbre, en el llanto, en el hambre y sed de justicia, en la misericordia, en la pureza de corazón, en la paz de Dios, en la persecución por el Reino.

“Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo:

“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. El pobre de espíritu es el que se reconoce necesitado de todo en la esfera del espíritu; es el que reconoce que sin Dios, no es nada; es el que sabe que sin que Dios lo sostenga a cada segundo, no podría ni siquiera respirar, y moriría; es el que, creyéndose rico, recapacita, y se reconoce tibio, y por eso pobre, desnudo, ciego: “Tú dices: «Soy rico; me he enriquecido; nada me falta». Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo” (Ap 3, 17).

El pobre de espíritu es el que sigue el consejo de Jesús en el Apocalipsis, de comprar oro, vestidos blancos y colirio para los ojos: Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas, vestidos blancos para que te cubras, y no quede al descubierto la vergüenza de tu desnudez, y un colirio para que te des en los ojos y recobres la vista” (Ap 3, 18). El oro acrisolado al fuego es el corazón contrito y humillado; el vestido blanco que cubre la desnudez es la gracia divina; el colirio para los ojos es la luz de la fe, que permite contemplar los misterios divinos revelados en Jesucristo y su Iglesia.

“Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra”. Los mansos son aquellos que imitan a Jesucristo, manso y humilde de corazón: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). En el seguimiento de Jesús, y en la imitación de la mansedumbre del Cordero, los mansos de corazón recahzan como indigno de su condición de hijos de Dios todo género de violencia contra el prójimo, el enojo, la ira, la pendencia, la agresión, el rencor, la prepotencia. Los mansos de corazón, que quieren imitar a Cristo manso y humilde, no hacen violencia contra el prójimo; sólo hacen violencia contra sí mismos, para ganar el Reino de los cielos: “Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan” (Mt 11, 12). Los mansos son mansos con el prójimo y violentos contra sí mismos, porque se hacen violencia a sí mismos, buscando refrenar sus pasiones, desterrar sus vicios, y cambiar sus corazones, de malos en buenos, buscando imitar, por la paciencia, la mansedumbre, la misericordia, al Sagrado Corazón de Jesús.

“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”. No se trata sólo del llanto humano, del llanto que surge por el dolor, por la enfermedad, por la injusticia, por el sufrimiento de cualquier tipo: se trata de este llanto unido al llanto de Jesucristo en la cruz, y al llanto de María Santísima al pie de la cruz, porque es así como el sufrimiento humano, que causa el llanto, se ve santificado, y se convierte en fuente de salvación para el alma y para quienes la rodean.

“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”. Son los que no soportan ver la injusticia reinante en el mundo, y la injusticia más grande no es la social, que es en sí misma una injusticia, sino la injusticia que significa ver el Nombre de Dios ultrajado, pisoteado, rechazado, blasfemado, por una sociedad humana que ha arrancado el Nombre Santo de Dios de su corazón, y por eso ha construido una civilización en donde se mata al concebido en el vientre de la madre, en proporciones calamitosas –decenas de millones a lo largo del mundo por año-, se aprueban leyes para enseñar la perversión sexual a los niños, se adora a Satanás en vez de Dios, se busca la felicidad en la droga, en la violencia, en el poder y en el sexo. Los que tienen hambre y sed de justicia son aquellos que no soportan un mundo sin Dios, y claman, con el corazón y a viva voz: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).

“Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”. Son aquellos que ven a Dios en el prójimo, y que demuestran su amor a Dios amando al prójimo, y al prójimo más necesitado: un enfermo, un pobre, un lisiado, pero también un padre necesitado de ayuda, un hijo, un hermano, un pariente, un amigo. El misericordioso busca obrar la misericordia, porque eso le granjeará la entrada a los cielos, según las palabras de Jesús, pero sobre todo porque lo asemeja a Cristo, encarnación y materialización de la Divina Misericordia.

“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Los limpios de corazón son los que rechazan la lujuria y la lascivia, pero también son los que se niegan a adorar a Satanás, representado en la brujería, en la magia, en la hechicería y en el ocultismo, y son los que se niegan a postrarse ante el mundo, rechazando la violencia, la idolatría del poder y del dinero, prefiriendo la muerte antes que cometer siquiera un pecado venial. Los limpios de corazón buscan asemejarse a Cristo crucificado, y aman lo que Cristo ama en la cruz, y odian lo que Cristo odia en la cruz.

“Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. No se trata de una paz mundana, como la dan los pactos y los tratados políticos, entre los hombres y las naciones. Se trata de la paz de Dios, la paz del corazón, la que da Cristo y no la puede dar el mundo (cfr. Jn 14, 27), y los bienaventurados trabajan porque esta paz de Dios reine en sus corazones y en los corazones de sus hermanos.

“Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa”.El mundo persigue a quien quiere cumplir la voluntad de Dios, expresada en la Ley Nueva de Jesucristo, porque la ley de Jesucristo es la ley de la caridad, del amor fraterno y del amor a Dios, y el mundo en cambio se rige por la ley del dinero, del poder, de la frivolidad, del egoísmo.

“Felices”. Jesús proclama las Bienaventuranzas, es decir, el camino que tenemos que recorrer si queremos alcanzar la eterna felicidad, pero este camino no es otro que Él mismo en la cruz: Cristo crucificado es la única y verdadera felicidad para el hombre, en esta vida y en la otra. Es en la cruz de Cristo, y en Cristo en la cruz, en donde se encuentran condensadas y reunidas todas las bienaventuranzas, y debido a que la Santa Misa es la representación sacramental del sacrificio de la cruz; debido a que asistiendo a Misa es asistir al Santo Sacrificio del altar, es en la Santa Misa, y en la Eucaristía, el Cuerpo de Cristo resucitado, en donde se encuentran para nosotros, que peregrinamos en este mundo hacia la vida eterna, la totalidad de las bienaventuranzas, y es por eso que la Iglesia pronuncia una nueva bienaventuranza, luego de la ostentación de la Eucaristía[1]: “Felices los invitados al banquete celestial, felices los que comen la carne del Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo, felices los que se alimentan con el alimento de ángeles, el Pan Vivo bajado del cielo, la Santa Eucaristía, felices los que beben el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero, felices los que comen el Verdadero Maná del cielo, el Cuerpo de Cristo resucitado, con un corazón contrito y humillado, felices los que se alimentan del Pan celestial en su peregrinación por el desierto de la vida, y rechazan alimentarse con alimento de ídolos”.

Quienes busquen su felicidad en Cristo crucificado y en la Santa Misa, encontrarán la felicidad y la alegría eterna: “Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos”.


[1] Cfr. Misal Romano.

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