(Ciclo C – 2013)
“Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este
mundo al Padre, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin” (Jn 13,
1-15). Jesús, en la Última Cena, sabe que está próxima “su hora”, la hora en la
que habrá de pasar de este mundo al Padre. Es la Hora de la Pasión y de la muerte
en Cruz, y si bien es una hora muy dolorosa, es una hora también de triunfo y
de luz, porque por la muerte de Cruz volverá al cielo, regresará a la Casa del
Padre, de donde había venido. La Cruz es una Puerta que se abre en dos
sentidos: de la tierra al cielo, porque desde la Cruz de Jesús se llega a la
luz, y así Jesús, muriendo en la Cruz, regresará al cielo; la Cruz es una
puerta abierta del cielo a la tierra, porque Jesús, al abrir la puerta del
cielo, hace llegar a los hombres lo que hay en el cielo: el perdón, la gracia
santificante, la luz, la paz, la alegría, el Amor de Dios.
Jesús sube a la Cruz para abrir esa Puerta que da al cielo,
puerta que desde Adán y Eva estaba cerrada para los hombres.
Jesús había dicho: “Yo Soy la Puerta de las ovejas” (Jn
10, 1-10), y ahora sube al cielo para abrir esa puerta, para que los hombres
puedan pasar y llegar al cielo, y esa Puerta abierta al cielo es su Sagrado
Corazón traspasado.
Cuando el soldado romano atraviese su Corazón con la lanza,
quedará abierta la Puerta del cielo, que es su Corazón traspasado. Quien quiera
ir al cielo, deberá entrar en su Sagrado Corazón, y a su vez, desde el Cielo,
el Padre hará derramar, a través del Corazón traspasado de Jesús, un diluvio de
Amor y de gracia.
Por esto es que nadie puede ir al Padre si no es por el Sagrado
Corazón y nadie puede recibir el Amor del Padre, si no es a través del Corazón de Jesús herido por la
lanza. Como Jesús nos ama tanto y Él sabe que regresa al Padre y que nosotros
nos quedamos aquí en la tierra, solos y en la oscuridad -porque como Él es la "luz
del mundo" (Jn 8, 12), al irse de este mundo, todo queda a oscuras,
y por eso Él dice que es la "hora de las tinieblas" (Lc 22,
53)-, entonces, para que no nos sintamos solos, para que en todo momento
tengamos el acceso al Padre desde la tierra desde esa Puerta abierta que es su Sagrado Corazón y para que en todo momento nos
llueven desde el cielo las gracias y el Amor del Padre, Jesús decide quedarse
entre nosotros y para poder hacerlo, inventa algo jamás visto, algo maravilloso y tan admirable
e increíble, que hasta los ángeles del cielo, acostumbrados a las maravillas de
Dios, se quedan perplejos y admirados, sin saber qué decir. El Jueves Santo, en la Última Cena, Jesús inventa un prodigio asombroso, algo jamás visto, que supera
infinitamente a la Creación toda y a todos los milagros más portentosos que
Dios pueda hacer con su infinita Sabiduría, su Amor eterno y su Omnipotencia
divina, porque se trata del Milagro de los milagros, y es la
Presencia del mismo Jesús, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía,
el Pan de Vida eterna.
Por la Eucaristía, que es su mismo Corazón, palpitante,
herido y traspasado en la Cruz, Jesús se queda entre nosotros, para que desde
la tierra, todavía sin ir al cielo, nos unamos, por el Amor de su Corazón
herido, al Padre, y recibamos del Padre todo su Amor, el Espíritu Santo.
La Eucaristía es algo más grande que los cielos, porque es
el Corazón de Jesús, Puerta abierta al cielo: el que se une a este Corazón,
recibe el Amor de Jesús que lo lleva al Padre y a su vez recibe, del Padre, su
Amor, que es el Espíritu Santo.
"Esto es mi Cuerpo (...) Esta es mi Sangre (...) Haced
esto en memoria mía". Jesús nos deja el regalo más hermoso de todos los
regalos de Dios, la Eucaristía, su Sagrado Corazón traspasado, a través del cual
nos unimos, en el Amor del Espíritu Santo, al Padre, y por medio del cual
recibimos el Amor del Padre. No hay nada más valioso, más hermoso, más
maravilloso, que la Eucaristía, porque la Eucaristía es algo más grande que el
mismo cielo, porque es Jesús en Persona, y este regalo nos lo deja Jesús en el
Jueves Santo.
Pero además de dejar la Eucaristía, Jesús nos deja otro
regalo más en la Última Cena, un regalo que surge de lo más profundo de su
Corazón, y es el sacerdocio ministerial, para que se pueda celebrar la Misa y
confeccionar la Eucaristía, para que Él pueda quedarse en medio de los hombres.
Por esto Jesús le dice a la Iglesia: "Haced esto en
memoria mía" (Lc 22, 19), y lo que la Iglesia tiene que hacer en
memoria de Jesús, es la renovación del Sacrificio de la Cruz, la Santa Misa, lo
mismo que hizo Jesús en la Última Cena, el Jueves Santo. Lo que tiene que hacer
la Iglesia es la Eucaristía, pero la Eucaristía no se puede hacer si no hay
Misa, y la Misa no se puede hacer si no hay sacerdote. Jesús nombra sacerdotes
a sus discípulos y amigos, y deja instituido el sacerdocio, para que ellos
celebren la Misa y confeccionen la Eucaristía, y a partir de sus discípulos,
todos los sacerdotes del mundo harán lo mismo, hasta el fin de los tiempos,
hasta el Día del Juicio Final.
Como solo la Eucaristía es la Puerta abierta al cielo, si
no hay Eucaristía, la Puerta está cerrada y no podemos unirnos a Dios y no
podemos recibir de Dios lo que Dios nos da: luz, Amor, paz, alegría,
misericordia.
Sin Eucaristía, el mundo queda envuelto en tinieblas, como
un día sin luz de sol, en el que hace mucho frío y está todo oscuro y muerto.
Nadie puede hacer lo que hace el sacerdote: ni la Virgen, ni San Miguel
Arcángel, ningún ángel del cielo.
Para que haya Eucaristía, para que haya una puerta abierta
al Padre, para que los hombres tengan luz, paz, amor, alegría, Jesús deja el
sacerdocio para su Iglesia.
Por la Eucaristía, confeccionada por el sacerdocio
ministerial, los dos grandes dones Jesús en la Última Cena, los hombres pueden
cumplir el Mandamiento nuevo, el mandamiento de la caridad, que manda amar al
prójimo como Cristo nos ha amado, con el Amor de la Cruz: "Amaos los unos
a los otros, como Yo os he amado".
No hay comentarios:
Publicar un comentario