"La Última Cena"
(Jacobo Tintoretto)
(Ciclo
B – 2018)
Sabiendo Jesús que ya había llegado la Hora de partir de
este mundo al Padre, y habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. El Jueves
Santo, en la Última Cena, Jesús sabe que ha llegado la hora de su Pascua, de su
Paso de esta vida a la vida eterna; sabe que ha llegado la hora de regresar al
seno del Eterno Padre, de donde procede eternamente; sabe que ha llegado la
hora de dejar este mundo y regresar a la gloria eterna del Padre en cuyo seno
vivía desde la eternidad. Por eso es que, movido por el Amor de su Sagrado
Corazón, llevando ese Amor hasta el fin, todo lo que realiza en la Última Cena -como así también todo lo que
realiza desde la Encarnación misma- está destinado a demostrarnos su Amor por
nosotros: la institución de la Eucaristía, la institución del sacerdocio
ministerial, el lavado de pies de sus Apóstoles, el trato de amistad al traidor Judas Iscariote, aun sabiendo que era quien lo había traicionado. Jesús sabe que ha llegado su
Pascua, su Paso, su Hora de regresar al Padre, pero al mismo tiempo ha
prometido quedarse con nosotros -en esta tierra, en esta vida, que es un valle
de lágrimas- “todos los días, hasta el fin de los tiempos” (cfr. Mt 28, 20) y
para cumplir esta promesa es que instituye el Sacramento de la Eucaristía, por
el cual dejará su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en el Santísimo
Sacramento del Altar. Pero en el Jueves Santo instituye además el sacerdocio
ministerial para que la Iglesia, mediante la transmisión de este poder
sacerdotal participado directamente de Él, Sumo y Eterno Sacerdote, tenga la
capacidad de perpetuar el Santo Sacrificio de la Cruz sacramentalmente, por
medio de la Santa Misa, confeccionando la Eucaristía y permitiendo que Jesús se
quede entre nosotros como el Emanuel, como “Dios con nosotros” (cfr. Mt 1, 23), en la sagrario y en la
Eucaristía.
Para
cumplir su promesa de quedarse con nosotros todos los días, Jesús instituye la
Eucaristía en la Última Cena que por esto se convierte en la Primera Misa:
Jesús celebra la Primera Misa de la historia cuando Él, el Sumo Sacerdote de la
Nueva y Eterna Alianza, pronuncia sobre el pan y el vino las palabras de la
consagración: “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”. De esta manera, permanece
así en la Eucaristía con su Ser y su Persona divinos, al entregar su Cuerpo en
la Eucaristía y derramar su Sangre en el Cáliz de modo anticipado, antes de
entregar su Cuerpo en la Cruz y derramar su Sangre en el Calvario. Ordena a la
Iglesia que, guiada por el Espíritu Santo, repita esta acción suya a través de
la historia: “Haced esto en memoria mía” (cfr. Lc 22, 19), para que así Él pueda cumplir su promesa de quedarse en
el sagrario y en la Eucaristía, con nosotros, todos los días, hasta el fin del tiempo.
Jesús nos ama tanto, que aunque regresa al Padre por el sacrificio de la cruz,
por el sacrificio del altar, la Santa Misa, se queda al mismo tiempo como
Emanuel, como “Dios con nosotros” en la Sagrada Eucaristía.
El
sentido del sacrificio de Jesús, que comienza en la Última Cena de modo
sacramental al instituir la Eucaristía y llega a su plenitud en la cima del
Monte Calvario el Viernes Santo, es que Cristo Dios ha venido para destruir la
muerte, que como un siniestro manto se cierne sobre nosotros desde Adán y Eva;
ha venido para quitar el pecado de nuestras almas, que como maligna herida
hunde sus raíces en nuestros corazones y en nuestras almas; ha venido para
vencer para siempre a la Serpiente Antigua, el Diablo, Satanás, “por cuya
envidia entró en el mundo la muerte” y es para cumplir este su misterio pascual
de muerte y resurrección es que se despide de sus Apóstoles en la Última Cena,
pero para que nosotros tengamos el consuelo del acceso permanente a su Santo
Sacrificio de la Cruz, por el cual obtenemos de modo anticipado el fruto de su
sacrificio que es la vida eterna –la vida de la gracia, por la cual obtenemos
el triunfo sobre la muerte y por la cual vencemos sobre el Demonio- es que
Jesús se queda en el Santísimo Sacramento del Altar, la Eucaristía,
instituyendo al mismo tiempo el sacerdocio ministerial, para que la Iglesia
tenga, hasta el fin del tiempo, acceso a la Fuente de la Vida eterna, su Santo
Sacrificio en Cruz.
Además de dejarnos, más que el ejemplo de su caridad, su Amor
mismo, que late en la Sagrada Eucaristía, en la Última Cena Jesús también nos
deja ejemplo de extrema humildad, porque siendo Él Dios en Persona, se
arrodilla ante sus discípulos, se ata una toalla a la cintura y les lava los
pies, haciendo una obra que era propia de esclavos, porque eran los esclavos
los que lavaban los pies a sus señores antes de sentarse a la mesa, aunque
también era un gesto de hospitalidad reservado al dueño de casa, que así
atendía a sus invitados más ilustres. De una u otra forma, sea gesto de
esclavos o del dueño de casa, es un acto de profunda humildad. Pero además, el
lavatorio de los pies era, en el Antiguo Testamento, el ritual de purificación
sacerdotal: Dios instituye el lavatorio de los pies de los sacerdotes para que
se acerquen purificados al altar. Así, en Éxodo 30, 20 dice: “Antes de entrar
en la Tienda del Encuentro se han de lavar con agua para que no mueran; también
antes de acercarse al altar para el ministerio de quemar los manjares que se
abrasan en honor de Yahveh”. Cuando el Señor reprende a Pedro, éste le pide entonces
ser lavado completamente, pero Jesucristo le dice que ellos ya están
limpios por el agua del bautismo excepto
Judas el traidor. Con respecto al rito de lavado de los pies como rito de
purificación sacerdotal, continúa así la Sagrada Escritura: “Y se lavarán las
manos y los pies para que no mueran; y será estatuto perpetuo para ellos, para
Aarón y su descendencia, por todas sus generaciones” (Éx 30, 21); en Éxodo 40, 7: “Pondrás la pila entre la Tienda del
Encuentro y el altar, y echarás agua en ella”. En Levítico 8, 6-7, Moisés
purifica a los sacerdotes con agua antes
de consagrarlos: “Moisés mandó entonces que Aarón y sus hijos se acercaran y
los lavó con agua. Puso sobre Aarón la túnica y se la ciñó con la faja; lo
vistió con el manto y poniéndole encima el efod, se lo ciñó atándoselo con la
cinta del efod”.
Ahora bien, en el Nuevo Testamento, el significado del
lavado de los pies de Jesús a los Apóstoles tiene otro significado y es el de
la pureza necesaria del alma, por la acción de la gracia santificante, para acercarnos
al Sagrado Banquete en el que se sirve el Manjar celestial: la Carne del
Cordero de Dios, el Pan Vivo bajado del cielo y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.
Es decir, es tan grande la santidad de esta mesa que es la Eucaristía, que solo
se pueden acercar quienes han sido purificados, no por el agua sobre el cuerpo,
sino por la acción de la gracia santificante en el alma. Si para asistir a un
banquete alguien lo hace vestido pulcramente, con ropa de fiesta, pulcro y
perfumado, mucho más, para asistir a la Santa Misa, el alma debe asistir con la
ropa de fiesta y lavada y perfumada, que es la pureza concedida por el estado
de gracia. El polvo y el barro que se adhieren a los pies son símbolos de las
impurezas del alma que, por pequeñas que sean, deben ser lavadas del alma para
que el alma pueda acercarse, pulcramente, ante el altar del Cordero[1].
Jesús
no deja además ejemplo de extrema mansedumbre, porque deja este mundo con la
mansedumbre de un cordero –por eso el nombre de “Cordero de Dios”- y es la
virtud que específicamente pide para que aquellos que lo aman, demuestren que
lo aman imitándolo en su mansedumbre: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde
de corazón” (Mt 11, 29).
Jesús sabe que es traicionado por Judas, el cual ha sido
poseído por Satanás por haber libremente elegido servir al dinero y no a Dios –“Cuando
Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”- y a pesar de eso, no condena a
quien lo habrá de traicionar, sino que le lava los pies, dándole a él, como a
los demás, la suprema muestra de amor, de caridad y de humildad dadas a todos
los demás Apóstoles. Así Jesús nos da ejemplo de amor a los enemigos,
cumpliendo Él mismo en primera persona y por experiencia propia, el mandamiento
nuevo del –Amor que nos deja: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado
(…) amen a sus enemigos”. Es por eso que el cristiano debe ser como Jesús:
manso, humilde, caritativo, y si no lo es, o al menos no intenta serlo, no
puede llamarse “cristiano” y es indigno de llevar ese nombre.
“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”. Como cristianos,
celebramos la Última Cena, que es la Primera Misa, pero no hacemos un mero
recuerdo piadoso de la Última Cena: por el misterio de la liturgia,
participamos misteriosamente de la Última Cena y por el misterio del orden sacerdotal,
comulgamos en la Eucaristía y recibimos sacramentalmente en nuestros corazones
al mismo y Único Jesús, el Jesús que en la Última Cena se despidió de sus
Apóstoles para iniciar su camino hacia la cruz pero que al mismo tiempo, se
quedó en la Eucaristía para darnos su Amor. Cada vez que comulgamos, recibimos
el mismo Corazón de Jesús sobre el cual se recostó el Evangelista Juan y ese
Corazón de Jesús derrama sobre nuestras almas y nuestros corazones la infinita
inmensidad del Amor Eterno de su Sagrado Corazón Eucarístico.
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