miércoles, 28 de marzo de 2018

Jueves Santo



"La Última Cena"
(Jacobo Tintoretto)

(Ciclo B – 2018)

         Sabiendo Jesús que ya había llegado la Hora de partir de este mundo al Padre, y habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. El Jueves Santo, en la Última Cena, Jesús sabe que ha llegado la hora de su Pascua, de su Paso de esta vida a la vida eterna; sabe que ha llegado la hora de regresar al seno del Eterno Padre, de donde procede eternamente; sabe que ha llegado la hora de dejar este mundo y regresar a la gloria eterna del Padre en cuyo seno vivía desde la eternidad. Por eso es que, movido por el Amor de su Sagrado Corazón, llevando ese Amor hasta el fin, todo lo que realiza en la Última Cena -como así también todo lo que realiza desde la Encarnación misma- está destinado a demostrarnos su Amor por nosotros: la institución de la Eucaristía, la institución del sacerdocio ministerial, el lavado de pies de sus Apóstoles, el trato de amistad al traidor Judas Iscariote, aun sabiendo que era quien lo había traicionado. Jesús sabe que ha llegado su Pascua, su Paso, su Hora de regresar al Padre, pero al mismo tiempo ha prometido quedarse con nosotros -en esta tierra, en esta vida, que es un valle de lágrimas- “todos los días, hasta el fin de los tiempos” (cfr. Mt 28, 20) y para cumplir esta promesa es que instituye el Sacramento de la Eucaristía, por el cual dejará su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en el Santísimo Sacramento del Altar. Pero en el Jueves Santo instituye además el sacerdocio ministerial para que la Iglesia, mediante la transmisión de este poder sacerdotal participado directamente de Él, Sumo y Eterno Sacerdote, tenga la capacidad de perpetuar el Santo Sacrificio de la Cruz sacramentalmente, por medio de la Santa Misa, confeccionando la Eucaristía y permitiendo que Jesús se quede entre nosotros como el Emanuel, como “Dios con nosotros” (cfr. Mt 1, 23), en la sagrario y en la Eucaristía.
Para cumplir su promesa de quedarse con nosotros todos los días, Jesús instituye la Eucaristía en la Última Cena que por esto se convierte en la Primera Misa: Jesús celebra la Primera Misa de la historia cuando Él, el Sumo Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, pronuncia sobre el pan y el vino las palabras de la consagración: “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”. De esta manera, permanece así en la Eucaristía con su Ser y su Persona divinos, al entregar su Cuerpo en la Eucaristía y derramar su Sangre en el Cáliz de modo anticipado, antes de entregar su Cuerpo en la Cruz y derramar su Sangre en el Calvario. Ordena a la Iglesia que, guiada por el Espíritu Santo, repita esta acción suya a través de la historia: “Haced esto en memoria mía” (cfr. Lc 22, 19), para que así Él pueda cumplir su promesa de quedarse en el sagrario y en la Eucaristía, con nosotros, todos los días, hasta el fin del tiempo. Jesús nos ama tanto, que aunque regresa al Padre por el sacrificio de la cruz, por el sacrificio del altar, la Santa Misa, se queda al mismo tiempo como Emanuel, como “Dios con nosotros” en la Sagrada Eucaristía.
El sentido del sacrificio de Jesús, que comienza en la Última Cena de modo sacramental al instituir la Eucaristía y llega a su plenitud en la cima del Monte Calvario el Viernes Santo, es que Cristo Dios ha venido para destruir la muerte, que como un siniestro manto se cierne sobre nosotros desde Adán y Eva; ha venido para quitar el pecado de nuestras almas, que como maligna herida hunde sus raíces en nuestros corazones y en nuestras almas; ha venido para vencer para siempre a la Serpiente Antigua, el Diablo, Satanás, “por cuya envidia entró en el mundo la muerte” y es para cumplir este su misterio pascual de muerte y resurrección es que se despide de sus Apóstoles en la Última Cena, pero para que nosotros tengamos el consuelo del acceso permanente a su Santo Sacrificio de la Cruz, por el cual obtenemos de modo anticipado el fruto de su sacrificio que es la vida eterna –la vida de la gracia, por la cual obtenemos el triunfo sobre la muerte y por la cual vencemos sobre el Demonio- es que Jesús se queda en el Santísimo Sacramento del Altar, la Eucaristía, instituyendo al mismo tiempo el sacerdocio ministerial, para que la Iglesia tenga, hasta el fin del tiempo, acceso a la Fuente de la Vida eterna, su Santo Sacrificio en Cruz.
         Además de dejarnos, más que el ejemplo de su caridad, su Amor mismo, que late en la Sagrada Eucaristía, en la Última Cena Jesús también nos deja ejemplo de extrema humildad, porque siendo Él Dios en Persona, se arrodilla ante sus discípulos, se ata una toalla a la cintura y les lava los pies, haciendo una obra que era propia de esclavos, porque eran los esclavos los que lavaban los pies a sus señores antes de sentarse a la mesa, aunque también era un gesto de hospitalidad reservado al dueño de casa, que así atendía a sus invitados más ilustres. De una u otra forma, sea gesto de esclavos o del dueño de casa, es un acto de profunda humildad. Pero además, el lavatorio de los pies era, en el Antiguo Testamento, el ritual de purificación sacerdotal: Dios instituye el lavatorio de los pies de los sacerdotes para que se acerquen purificados al altar. Así, en Éxodo 30, 20 dice: “Antes de entrar en la Tienda del Encuentro se han de lavar con agua para que no mueran; también antes de acercarse al altar para el ministerio de quemar los manjares que se abrasan en honor de Yahveh”. Cuando el Señor reprende a Pedro, éste le pide entonces ser lavado completamente, pero Jesucristo le dice que ellos ya están limpios  por el agua del bautismo excepto Judas el traidor. Con respecto al rito de lavado de los pies como rito de purificación sacerdotal, continúa así la Sagrada Escritura: “Y se lavarán las manos y los pies para que no mueran; y será estatuto perpetuo para ellos, para Aarón y su descendencia, por todas sus generaciones” (Éx 30, 21); en Éxodo 40, 7: “Pondrás la pila entre la Tienda del Encuentro y el altar, y echarás agua en ella”. En Levítico 8, 6-7, Moisés purifica a los sacerdotes con agua  antes de consagrarlos: “Moisés mandó entonces que Aarón y sus hijos se acercaran y los lavó con agua. Puso sobre Aarón la túnica y se la ciñó con la faja; lo vistió con el manto y poniéndole encima el efod, se lo ciñó atándoselo con la cinta del efod”.
         Ahora bien, en el Nuevo Testamento, el significado del lavado de los pies de Jesús a los Apóstoles tiene otro significado y es el de la pureza necesaria del alma, por la acción de la gracia santificante, para acercarnos al Sagrado Banquete en el que se sirve el Manjar celestial: la Carne del Cordero de Dios, el Pan Vivo bajado del cielo y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna. Es decir, es tan grande la santidad de esta mesa que es la Eucaristía, que solo se pueden acercar quienes han sido purificados, no por el agua sobre el cuerpo, sino por la acción de la gracia santificante en el alma. Si para asistir a un banquete alguien lo hace vestido pulcramente, con ropa de fiesta, pulcro y perfumado, mucho más, para asistir a la Santa Misa, el alma debe asistir con la ropa de fiesta y lavada y perfumada, que es la pureza concedida por el estado de gracia. El polvo y el barro que se adhieren a los pies son símbolos de las impurezas del alma que, por pequeñas que sean, deben ser lavadas del alma para que el alma pueda acercarse, pulcramente, ante el altar del Cordero[1].
Jesús no deja además ejemplo de extrema mansedumbre, porque deja este mundo con la mansedumbre de un cordero –por eso el nombre de “Cordero de Dios”- y es la virtud que específicamente pide para que aquellos que lo aman, demuestren que lo aman imitándolo en su mansedumbre: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29).
         Jesús sabe que es traicionado por Judas, el cual ha sido poseído por Satanás por haber libremente elegido servir al dinero y no a Dios –“Cuando Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”- y a pesar de eso, no condena a quien lo habrá de traicionar, sino que le lava los pies, dándole a él, como a los demás, la suprema muestra de amor, de caridad y de humildad dadas a todos los demás Apóstoles. Así Jesús nos da ejemplo de amor a los enemigos, cumpliendo Él mismo en primera persona y por experiencia propia, el mandamiento nuevo del –Amor que nos deja: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado (…) amen a sus enemigos”. Es por eso que el cristiano debe ser como Jesús: manso, humilde, caritativo, y si no lo es, o al menos no intenta serlo, no puede llamarse “cristiano” y es indigno de llevar ese nombre.
         “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”. Como cristianos, celebramos la Última Cena, que es la Primera Misa, pero no hacemos un mero recuerdo piadoso de la Última Cena: por el misterio de la liturgia, participamos misteriosamente de la Última Cena y por el misterio del orden sacerdotal, comulgamos en la Eucaristía y recibimos sacramentalmente en nuestros corazones al mismo y Único Jesús, el Jesús que en la Última Cena se despidió de sus Apóstoles para iniciar su camino hacia la cruz pero que al mismo tiempo, se quedó en la Eucaristía para darnos su Amor. Cada vez que comulgamos, recibimos el mismo Corazón de Jesús sobre el cual se recostó el Evangelista Juan y ese Corazón de Jesús derrama sobre nuestras almas y nuestros corazones la infinita inmensidad del Amor Eterno de su Sagrado Corazón Eucarístico.




[1] Cfr. Dom Próspero Gueranguer, Año Litúrgico.

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