“Jesús,
maestro, ten compasión de nosotros” (Lc
17, 11-19). Diez leprosos se acercan a
Jesús y le piden que “tenga compasión” de ellos y los cure: con toda seguridad,
han oído hablar de sus milagros y por eso acuden a Jesús, sabiendo que tiene el
poder de hacerlo. Jesús no los cura inmediatamente, sino cuando los leprosos se
dirigen al templo para presentarse ante los sacerdotes. En el camino, los diez
se dan cuenta de que han sido curados, pero sólo uno vuelve para dar gracias,
postrándose ante Jesús como signo de adoración y agradecimiento. La ingratitud
de los otro nueve leprosos motiva la queja de Jesús: “¿No eran diez los que
quedaron limpios? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido nadie, fuera de
este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios?”.
La
escena se comprende mejor todavía cuando observamos que la lepra representa al
pecado y por lo tanto, los leprosos, representan a los pecadores. En otras
palabras, en los leprosos estamos prefigurados nosotros, que somos pecadores. Jesús
ha obrado con nosotros innumerables milagros, comenzando por el milagro de quitarnos
el pecado original a través del Bautismo sacramental. Sólo por ese milagro,
deberíamos postrarnos ante Jesús Sacramentado todos los días de nuestra vida,
en acción de gracias y en adoración. Debemos preguntarnos si reconocemos los
innumerables dones, milagros y gracias que Jesús nos concede todos los días y
debemos plantearnos cómo obramos en relación a Jesús: si nos postramos en
acción de gracias y adoración ante su Presencia Eucarística –así como se postró
ante su Humanidad santísima el samaritano curado- o si en cambio somos como los
leprosos que, una vez curados, se olvidan de Jesús.
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