(Domingo
XXXIII - TO - Ciclo A – 2014)
“Un hombre llamó a sus servidores y les dio talentos (…)
para que los hicieran fructificar…” (Mt
25, 14-30). Jesús compara al Reino de los cielos con un hombre que “sale de
viaje” y que “confía sus bienes” a sus servidores, para que estos los hagan
rendir. Al primero le da cinco talentos[1];
al segundo le da dos, y al tercero, le da uno. A su regreso, los dos primeros
han multiplicado los talentos, mientras que el tercero, “malo y perezoso”, ha enterrado
el talento, y se lo devuelve, sin haberlo hecho fructificar, lo cual provoca su
enojo.
En
esta parábola, cada elemento tiene un significado sobrenatural: el hombre que
reparte los talentos y que va de viaje a otro país es Jesucristo que sube al
cielo, desde donde volverá a juzgar a los vivos y a los muertos (1 Pe 4 5ss); los criados que reciben los
talentos, somos los cristianos, que recibimos dones, tanto en el orden natural,
como en el sobrenatural; los talentos o monedas de plata, son los dones con los
que Dios nos dota como Padre y Creador, como Hijo y Redentor y como Espíritu
Santo y Santificador[2], y
que nos los da para que los utilicemos en la vida terrena para granjearnos la
vida eterna, para salvar nuestras almas y las de nuestros hermanos.
El
centro de la parábola está en los dones con los que Dios nos ha dotado a los
cristianos, porque con ellos debemos salvarnos, tanto nosotros, como nuestros
prójimos. Por lo tanto, debemos prestar atención a la calidad y cantidad de los
talentos que el hombre de la parábola da a sus siervos, porque de esa manera
nos daremos una idea de la cantidad y calidad de los dones que Dios nos ha
concedido y nos sigue concediendo a cada momento.
Con
respecto a los talentos que el hombre de la parábola da a los siervos, hay que
considerar que son monedas de plata[3], y
que por lo tanto, cada uno de los siervos de la parábola recibió muchísimo
dinero. Si los trasladamos a dólares, el primero recibió 600.000 dólares, el
segundo 240.000 dólares, y el tercero 120.000 dólares. Para entenderlo un poco
más, tenemos que considerar que un denario equivalía a 4 gramos de plata,
entonces un talento equivalía a 6.000 denarios. En tiempos de Jesús, un jornalero judío ganaba un
denario en todo un día de trabajo (Mt
20, 2); si un jornalero quisiera ganar aunque sea un solo talento, tendría que
trabajar 6.000 días, o mejor dicho, ¡casi 20 años!; esto quiere decir que el
siervo que recibió cinco talentos en realidad recibió un sueldo de ¡100! años;
el que recibió dos recibió el equivalente a un sueldo de ¡40! años y el que
recibió uno solo recibió el sueldo de ¡20! años de trabajo. Es decir,
lo que recibieron los siervos, era muchísimo dinero y representaba el dinero de mucho más que toda una vida de trabajo; en los talentos está representado, entonces, mucho más que toda la vida de una
persona, con todos los dones de una persona.
Por
lo tanto, los talentos dados a los siervos, representan los dones que Dios nos
da a cada uno de nosotros, tanto de orden natural –el mismo acto de ser, la
existencia, la inteligencia, la memoria, la voluntad, el cuerpo, etc.-, como
los sobrenaturales –el bautismo, la comunión, la confirmación, etc.-, con los
cuales, de modo específico, Él ha dotado a los cristianos en la Iglesia.
Estos
dones han sido dados para que rindan fruto; es decir, deben ser puestos al
servicio de la Iglesia y ese es el motivo por el cual nadie puede excusarse y
decir: “Yo no tengo ningún don”. Nadie puede decir: “No tengo dones”; “No tengo
talentos”. Nadie puede decir: “No sirvo para nada”, porque eso no es verdad, ni
en el orden natural, ni en el orden sobrenatural. Todos, absolutamente todos,
hemos recibido dones y talentos, unos más que otros, unos distintos a otros,
pero todos hemos recibido dones y talentos, y todos deben ser puestos al
servicio de la Iglesia, para la salvación de las almas.
Es
verdad que unos tienen más talentos que otros, pero con respecto a eso, lo que
hay que tener en cuenta es, por un lado, que en el pasaje evangélico, se dice
que el dueño de los talentos da a cada uno “según su capacidad”, y esto quiere
decir “según su capacidad receptiva”[4], según
los dones que cada uno pueda y quiera recibir. En otras palabras, Dios
da sus dones, de acuerdo al hambre de dones
de Dios, si así se puede decir, que cada uno tenga.
Esto
hay que interpretarlo, según las palabras de la Virgen, en el pasaje de Lucas
1, 53, en donde dice que “a los hambrientos los colmó de bienes”. En el
Magnificat, la Virgen dice que Dios colma de sus bienes, de sus dones, a los
hambrientos de sus dones, y el principal de los dones de Dios, es su Amor: entonces,
Dios colma de su Amor al que más hambre tiene de su Amor: si alguien tiene más
hambre del Amor de Dios, ese tal, recibirá más Amor de Dios, y eso es lo que
sucede, por ejemplo, en la comunión eucarística: si alguien está hambriento del
Pan Eucarístico, al momento de comulgar, como el Pan Eucarístico está saturado
del Amor Divino, el que más hambre tenga del Amor de Dios, más va a recibir del
Amor de Dios; en cambio, el que menos hambre tenga del Amor de Dios, porque
está satisfecho con los amores del mundo –las diversiones, los
entretenimientos, la televisión, los paseos, el fútbol, el cine, y todo lo que
el mundo ofrece-, entonces ese tal, menos Amor va a recibir en la comunión
eucarística.
Éste
es el sentido de la expresión del Magníficat de la Virgen: “A los hambrientos
los colmó de bienes”, que aplicado a los dones, quiere decir que, al que más
“hambre” –por así decirlo- de dones divinos tenga, más va a recibir, de parte de
Dios; quien menos “hambre” de esos dones divinos tenga, menos va a recibir.
Lo
otro que hay que tener en cuenta con respecto a los dones es que lo que Dios
exigirá, no es la cantidad de dones,
sino la buena voluntad puesta para hacerlos rendir[5],
es decir, la caridad o el amor sobrenatural que pusimos para que, por la fe,
nuestros dones rindieran al máximo dentro de la Iglesia, al servicio de la
Iglesia, que no es otra cosa que la salvación de las almas, porque lo que
importa en la Iglesia, no son los libros de contabilidad, sino que las almas se
salven, que eviten el infierno y que alcancen el cielo, que dejen de adorar al
mundo y adoren al Cordero de Dios, Jesús Eucaristía.
Dicho
en otras palabras: Dios no medirá nuestro coeficiente intelectual, sino que
medirá con cuánto amor pusimos nuestra inteligencia –mucha, escasa, o nula-, al
servicio de la Iglesia, para la salvación de las almas. Y como con la
inteligencia, así hará Dios con cada uno de los dones que nos regaló. Dios no
medirá la “cualidad”, de cada don; no medirá si mi voluntad era más perfecta
que la de Juancito o la de Pepita; lo que medirá, será el amor con el que doné
mi voluntad en la Iglesia, para que las almas se salvaran, y eso si es que doné
mi voluntad y mi inteligencia.
Porque puede ser que yo sea muy inteligente; puede ser que yo sea muy voluntarioso; puede que ser que yo sea muy astuto y muy pertinaz para los asuntos del mundo, pero si soy egoísta y no me interesan ni las almas ni mi propia alma, entonces actúo como el siervo "malo y perezoso" y entierro mis talentos y así no los utilizo en la Iglesia y no hago nada, ni por mi propia salvación, ni por la salvación de los demás. Entonces, soy incapaz de rezar, soy incapaz de hacer nada por los demás, y eso es enterrar los talentos, y así, aunque yo tenga un altísimo coeficiente intelectual, y aunque tenga una voluntad de acero, a los ojos de Dios, no sirven de nada, porque son talentos enterrados. A los ojos de Dios, solo sirven los talentos que son entregados por amor, para salvar almas.
Porque puede ser que yo sea muy inteligente; puede ser que yo sea muy voluntarioso; puede que ser que yo sea muy astuto y muy pertinaz para los asuntos del mundo, pero si soy egoísta y no me interesan ni las almas ni mi propia alma, entonces actúo como el siervo "malo y perezoso" y entierro mis talentos y así no los utilizo en la Iglesia y no hago nada, ni por mi propia salvación, ni por la salvación de los demás. Entonces, soy incapaz de rezar, soy incapaz de hacer nada por los demás, y eso es enterrar los talentos, y así, aunque yo tenga un altísimo coeficiente intelectual, y aunque tenga una voluntad de acero, a los ojos de Dios, no sirven de nada, porque son talentos enterrados. A los ojos de Dios, solo sirven los talentos que son entregados por amor, para salvar almas.
Cada
uno debe descubrir cuál -o cuáles- son los talentos recibidos de Dios, para
ponerlos al servicio de la Iglesia, no para uso personal y egoísta, sino para
el servicio de la Iglesia, no para ganar dinero, sino para salvar las almas,
porque para eso han sido dados por Dios. Al final de nuestros días, en el Juicio
Particular, Dios nos pedirá cuentas de estos talentos recibidos, y si hemos
enterrado los talentos –eso significa el no haberse tomado el trabajo de ni
siquiera haber descubierto cuáles son mis talentos y ni siquiera haberlos
puesto al servicio de la Iglesia-, Dios nos los retirará y seremos excluidos
del Reino de los cielos. Esto es lo que está graficado en el siervo “malo y
perezoso”, que “tiene miedo” de su patrón y por eso “no hace fructificar” sus
talentos y en vez de eso “los entierra”. Lo que hay que notar en el siervo que
no hace fructificar los talentos es que su amo lo llama “siervo malo y
perezoso”, es decir, hay dos notas negativas, la malicia y la pereza[6],
las que lo conducen a no hacer rendir sus talentos, a pesar de que el siervo
quiera, en un primer momento, echar la culpa a su amo[7];
lo otro que hay que notar, es la severidad del castigo final para quien no hace
rendir los talentos recibidos, porque aquí Jesús está hablando claramente del
Día del Juicio Final, porque dice que al siervo “malo y perezoso” lo “echen
afuera”, a las “tinieblas”, en donde hay “llanto y rechinar de dientes”, una
expresión típica de Nuestro Señor para referirse al Infierno. De esto se deduce
la importancia de combatir con todas las fuerzas la pereza y de no dejar crecer
la cizaña de la malicia.
“Un
hombre llamó a sus servidores y les dio talentos (…) para que los hicieran
fructificar…”. Que la Virgen nos conceda la gracia de que, a semejanza suya,
que en el Magnificat cantó: “colmó de bienes a los hambrientos”, tengamos
hambre de Dios, hambre del Pan Eucarístico, porque esa es la mejor hambre de
todas las hambres, porque es hambre del Amor de Dios, y es el hambre que nos
hará fructificar todos los talentos, pocos o muchos, que nos regaló Dios, porque
el que tiene hambre del Amor de Dios se alimenta del Pan bajado del cielo y así
saciado con este Pan, tiene fuerzas más que suficientes para obrar por el
Reino; que la Virgen nos conceda tener hambre del Amor de Dios, hambre del Pan
Eucarístico, porque es el hambre que nos abrirá las puertas del cielo, para
nosotros, para nuestros seres queridos, y para una multitud de almas.
[1] El talento era una moneda de
plata usada en tiempos de Jesús.
[2] Cfr. Mons. Dr. Juan Straubinger, La Santa Biblia, Universidad Católica de La Plata, La Plata 2007,
49, n. 14.
[4] Cfr. Straubinger, ibidem.
[5] Cfr. Straubinger, ibidem.
[6] Cfr. B. Orchard et al., Verbum
Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder,
Barcelona 1957, 460.
[7] Cfr. ibidem.
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