“Mujer,
¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!” (Mt 15, 21-28). Jesús alaba la fe de la mujer cananea porque su fe
en Él, en su condición de Hombre-Dios, capaz de hacer milagros y de expulsar
demonios con la orden de su vez, supera todas las pruebas a las que la somete
el mismo Jesús. La fe de la mujer cananea es verdaderamente fuerte: por un
lado, a pesar de no pertenecer ella al Pueblo Elegido, cree en Jesucristo, que
es hebreo de raza; supera el obstáculo puesto por el
mismo Jesús en Persona, que no le concede el milagro de buenas a primera, sino
que le hace ver que los milagros como los que ella pide –exorcizar a su hija
para ahuyentar al demonio que la posee- están reservados “a los hijos”, es
decir, a los miembros del Pueblo Elegido; finalmente, supera la prueba más dura
de todas, que es la de soportar la humillación que significa ser comparada con
un perro, cuando Jesús le dice que “no está bien que los perros –es decir,
ella, que es pagana- coman –reciban milagros- de la mesa de los hijos –los judíos,
el Pueblo Elegido-, a lo que la mujer cananea responde que eso es verdad –acepta,
implícitamente, con mansedumbre y humildad, el calificativo que le da Jesús, de
“perro”-, pero que también es cierto que los perros, o los cachorros –los paganos
como ella-, comen de las migajas que caen de la mesa de los hijos –es decir,
los paganos pueden recibir un milagro “menor”, la migaja, como lo es la
expulsión del demonio-. Con esta última respuesta, en la que la mujer cananea
utiliza las mismas palabras y el mismo argumento de Jesús, la mujer termina por
dar el ejemplo perfecto de fe, pero también de mansedumbre y humildad –no se
ofende por ser comparada con un perro-, aunque también de inteligencia y
astucia evangélicas –el mismo Jesús nos dice que seamos “mansos como palomas y
astutos como serpientes”[1]-,
todo lo cual significa que la mujer, pagana, está iluminada, como primicia del
sacrificio de Jesús, por el Espíritu Santo, ya que son virtudes sobrenaturales,
imposibles de ser “producidas” por la naturaleza humana. Todo esto motiva el asombro
de Jesús –hay que agregar la docilidad a la gracia por parte de la mujer
cananea-, con lo cual le concede, como premio a su fe, lo que le ha pedido, es
decir, que su hija se vea libre de la posesión demoníaca.
“Mujer,
¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!”. Ahora bien, nosotros, desde el
momento en que formamos parte del Nuevo Pueblo Elegido y que por lo mismo
poseemos la fe desde el bautismo, injertada como una semilla del cielo en
nuestras almas, ¿podemos decir que tenemos la fe de la mujer cananea? ¿Creemos
en Jesucristo como Hombre-Dios, capaz de hacer milagros sorprendentes? ¿Creemos
en su poder divino, que en la Santa Misa convierte, por el milagro de la
transubstanciación, el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre? Y si lo
creemos, ¿comulgamos con la piedad, el fervor, la devoción y, sobre todo, el
amor que la Eucaristía se merece? ¿O, por el contrario, hacemos todo de manera
mecánica, automática, como quien no tiene fe, o una fe superficial?
¿Pretendemos el auxilio divino, siendo nuestra fe sumamente débil, si la
comparamos con la de la mujer cananea?
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