sábado, 25 de enero de 2014

“Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca”


(Domingo III - TO - Ciclo A – 2014)
“Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt 17, ). Para entender el llamado a la conversión de Jesús, es necesario entender antes el estado de postración en el que se encuentra la humanidad a causa del pecado original y el cambio que el pecado ha producido en el hombre con relación al diseño original de Dios. El pecado le ha quitado al hombre la corona de gloria que Dios le había concedido en la Creación y a esa corona de gloria la ha sustituido por una de ignominia; le ha ofuscado la mente, cubriendo su inteligencia con una densa nube y aunque sigue siendo capaz de alcanzar la Verdad, le es muy difícil llegar a la Verdad; le ha endurecido el corazón, dándole una consistencia de piedra y aunque desea el Bien, hace el mal que no quiere y no el bien que desea; como consecuencia del pecado, sus pasiones lo dominan, de modo que, aunque pueda aunque sea por un momento darse cuenta con la razón que algo no está bien, la pasión ofusca la inteligencia, domina la voluntad y termina por doblegarlo, de modo que el hombre termina siendo esclavo de sus pasiones, lo cual es contrario al designio divino, según el cual el hombre, por medio de su razón, debía dominarlas. Cuando Dios creó al hombre, lo creó en gracia, y esto quiere decir que por medio de la gracia, la razón iluminaba a la voluntad y ambas a las pasiones, con lo cual el acto humano permanecía siempre plenamente libre y orientado al Bien y a la Verdad, es decir, a Dios. Este designio original se invirtió con el pecado original, quedando el hombre sometido al dominio de sus pasiones, con el agravante de que, además, el demonio se convierte en su dominador –al no estar Dios, porque el hombre fue expulsado del Paraíso- y para colmo de males, la muerte lo espera al fin de sus días terrenos.
Es este sombrío y siniestro panorama el que hay que tener en cuenta para poder apreciar en su real magnitud las palabras de Jesús: “Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca”. Como consecuencia del pecado original, el hombre ha caído del pedestal de gloria en el que Dios lo había colocado originalmente y de la cima de luz y vida en el que su Creador lo había colocado, por sí mismo, por propia voluntad, por cerrar voluntariamente su corazón a la Voz de su Creador y abrir sus oídos del alma a la silbidos sibilinos de la Serpiente Antigua, cayó estrepitosamente de ese pedestal de gloria y se sumergió en este valle de oscuridad en el que vive inmerso y rodeado de “tinieblas y sombras de muerte” (Lc 1, 68-79), con su inteligencia oscurecida y con su corazón endurecido como una piedra, oscuro y frío, y vuelto hacia las cosas bajas de la tierra.
Sin embargo, en este sombrío panorama, el hombre no está completamente derrotado y esto por dos motivos: por un lado, porque permanece libre, y por otro, porque en su horizonte aparece Cristo con su sacrificio redentor en la Cruz, que le ofrece su Sagrado Corazón traspasado como fuente inagotable de gracia divina que lo libera del pecado y le concede la conversión del corazón, la liberación definitiva y total de sus tres enemigos mortales –el demonio, el pecado y la muerte- y le concede la filiación divina. Pero la respuesta debe ser libre, porque la más grande dignidad del hombre es su libertad, ya que esa es su imagen y semejanza con Dios. “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, nos dice San Agustín. Es tan grande nuestra dignidad, y es tan grande el respeto que tiene Dios por nuestra libertad, que no nos salvará si nosotros no se lo pedimos, por eso el llamado imperioso de Jesús a la conversión: “Conviértanse”. Si no fuera así, Jesús directamente vendría y nos convertiría a todos por la fuerza; es decir, nos obligaría, por así decirlo, a seguirlo, a ir con Él al Reino de los cielos, pero ése no es el modo de obrar de Dios, ni tampoco se corresponde con nuestra dignidad de hijos de Dios.
Pero también es cierto que quien no acepta la gracia que Jesús ofrece desde la Cruz, debe atenerse a las consecuencias, porque quien no acepta la Misericordia Divina, debe pasar por la Justicia Divina, porque el pecado debe ser eliminado de la Creación, ya que es una exigencia de esta misma Justicia Divina.

“Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca”. Así como el girasol, durante la noche, está caído hacia la tierra y cuando amanece y apenas empieza a clarear el día comienza a erguirse para seguir al sol cuando este aparece en el firmamento, así el corazón del hombre, que sin la gracia está caído y vuelto hacia las cosas de la tierra, cuando en él alborea la luz de la gracia, debe responder al movimiento de la gracia que lo lleva a desprenderse de las cosas bajas de la tierra y a elevar la mirada a Jesús Misericordioso, que resplandece en los cielos eternos y en la Eucaristía con una luz más brillante que mil soles juntos. Cuando el alma hace esto, es que ha comenzado su proceso de conversión.

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