“Mi
testimonio son las obras que hago por encargo de mi Padre” (cfr. Jn 5, 31-47). Con esta revelación, Jesús
contesta a quienes lo acusan de blasfema porque “se igual a Dios, llamándolo su
Padre” (cfr. Jn 5, 18). De hecho, la
principal acusación contra Jesús por parte del Sanedrín y el deseo principal de
matarlo que tienen los judíos, es su auto-proclamación como Dios Hijo. Para
contestar de modo indirecto estas falsas acusaciones –que son las que lo
llevarán finalmente a la muerte- es que Jesús ofrece a quienes no creen en Él
una prueba irrefutable de que lo que Él dice –que es Dios Hijo que proviene de
Dios Padre- no solo no es una blasfemia, sino la única verdad y esa prueba son
sus milagros: “Mi testimonio son las obras que hago por encargo de mi Padre”. Pero
los judíos, enceguecidos por su dureza de corazón, no solo rechazarán la
auto-revelación de Jesús como Segunda Persona de la Trinidad encarnada, sino
que rechazarán también –voluntariamente y con toda malicia- los signos que da
Jesús y que testimonian su divinidad, esto es sus milagros de todo tipo
(curaciones milagrosas, expulsiones de demonios, resurrección temporal de
muertos como Lázaro y tantos otros más).
“Mi
testimonio son las obras que hago por encargo de mi Padre”. Poner en duda los
milagros de Jesús, que sirven como testimonio de su auto-revelación como Dios
Hijo igual al Padre y Dador del Espíritu Santo igual al Padre es, como mínimo,
un pecado contra el Espíritu Santo. Pero los judíos no son los únicos en negar
a la Verdad de Dios Trino revelada y manifestada en Jesús de Nazareth: afirmar,
como lo hizo el Superior de los Jesuitas, Arturo Sosa Abascal, que no podemos
estar seguros de lo que Jesús dijo “porque no habían registradores –grabadores-
en esa época”[1],
es colmar la paciencia de Dios, es atentar contra su Divina Sabiduría,
encarnada en Jesucristo, es pecar contra el Espíritu Santo y, finalmente,
cometer una grave temeridad, además de cancelar dos siglos de Magisterio
infalible de la Esposa mística del Cordero, la Iglesia Católica.
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