“El que es de la tierra
habla de la tierra; el que es del cielo, da testimonio del cielo” (Jn 3, 31-36). Jesús no hace solo
referencia a que el habla de la persona revela su interioridad: lo que quiere
decir es que Él, que viene del cielo, da testimonio de lo que ha visto y oído
en el cielo, mientras que los hombres dan testimonio de lo que ven y conocen,
que es la tierra y el mundo.
Jesús es
del cielo, porque es el Hijo Unigénito de Dios, engendrado eternamente en el
seno del Padre; Él, en cuanto Persona divina, no tiene principio ni fin, es
eterno, y conoce al Padre desde la eternidad, y lo ama con amor divino, el
Espíritu Santo.
Es por
esto que la prédica y el mensaje de Jesús no son de este mundo, y superan
absolutamente todo lo que el hombre o el ángel puedan imaginar o pensar.
Es por
eso también que la Iglesia ,
la Esposa del
Cordero, nacida del costado abierto del Salvador, guiada, inhabitada e
iluminada por el Espíritu Santo, habla de aquello que contempla desde su
nacimiento de algo más grande que los cielos, el Corazón de Jesucristo; la Iglesia habla y da
testimonio de algo que es infinitamente más grande que los cielos eternos, el
Corazón traspasado de Jesús, que es de donde Ella nació, entre esplendores
sagrados.
Éste es
el motivo por el cual, cuando la
Iglesia habla a través del Magisterio auténtico, unido al
Santo Padre, no es entendida ni comprendida por los hombres mundanos, que sólo
hablan y conocen del mundo.
Lo más
incomprensible es que haya cristianos que, aliándose a los hombres mundanos, pretendan
discutir y reformar las enseñanzas de la Iglesia acerca de verdades de origen divino, que
no pueden ser discutidas ni reformadas, como por ejemplo, la imposibilidad de
la ordenación sacerdotal de mujeres. Quienes pretenden cambiar las leyes eternas
de la Iglesia ,
hablan de la tierra, porque son de la tierra.
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