“Mi
testimonio (…) son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo” (cfr. Jn 5, 31-47). Jesús, el Mesías, se
auto-proclama como Dios Hijo, en igualdad de majestad -“que todos honren al
Hijo como honran al Padre”-y poder -“lo que hace el Padre, lo hace igualmente
el Hijo”- que el Padre. Esta revelación, basada en la realidad del Ser
trinitario de Jesús -por cuanto Él es la Segunda Persona de la Trinidad
encarnada o unida hipostáticamente, personalmente, a una naturaleza humana-,
constituye para los fariseos un motivo de –incomprensible- escándalo, ocasionado
por su negativa voluntaria a creer en sus palabras. En consecuencia, tratándolo
–al menos indirectamente- de mentiroso e impostor, lo acusan de blasfemia, afirmando
que “se hace igual a Dios”, razón por la cual buscarán “matarlo” (cfr. Jn 5, 17-30).
La
negativa de los fariseos a reconocer la divinidad de Jesús es infundada, porque
se trata de una decisión voluntaria y libre de no querer creer en Jesús. Para
tratar de romper esta obstinación en el mal, es que Jesús les revela que lo que
Él hace –sus milagros- son un testimonio de lo que Él afirma de sí mismo –el ser
Dios Hijo- es verdad: “Mi testimonio (…) son las obras que el Padre me encargó
llevar a cabo”. El razonamiento es simple: si alguien dice ser Dios y realiza
obras –signos, milagros, prodigios- que sólo Dios puede hacer, entonces, ese
Alguien, es quien dice ser, esto es, Dios. Jesús les dice, en definitiva: “Los
milagros que Yo hago son la prueba de que Yo Soy Dios”. Y en el Evangelio hay
innumerables milagros realizados por Jesús –multiplicación de panes y peces,
resurrecciones de muertos, curaciones de todo tipo, expulsiones de demonios,
etc.-, los cuales son de tal magnitud, que sólo la omnipotencia divina puede
llevarlos a cabo. Si los milagros son un testimonio de la divinidad de Jesús,
lo contrario también es cierto: si alguien afirma ser Dios –como los casos de
los falsos mesías aparecidos en la historia y sobre todo los de los últimos
tiempos, los de la Nueva Era-, pero se muestra incapaz de hacer milagros
propios de Dios, entonces ese alguien es un impostor.
“Mi
testimonio (…) son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo”. La obstinación
en el mal hará que los fariseos, movidos por el odio a Jesús, lo acusen con
calumnias, lo condenen a muerte en un juicio inicuo, y finalmente lo
crucifiquen. Ahora bien, de modo análogo, así como los milagros testimonian la
divinidad de Jesús, así también la Iglesia realiza un milagro, infinitamente
más grandioso que todos los grandiosos milagros de Jesús, y es la conversión de
las ofrendas sin vida del pan y del vino, en el Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, la Eucaristía, en la Santa Misa, y esto
es un testimonio acerca de la naturaleza divina de la Iglesia Católica, por
cuanto ninguna otra Iglesia en el mundo puede obrar este milagro que asombra y
maravilla a los ángeles y santos. Quienes niegan este carácter divino de la
Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, se comporta como los fariseos del
Evangelio.
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