viernes, 29 de mayo de 2015

Solemnidad de la Santísima Trinidad


(Ciclo B – 2015)

         El Dios de los católicos no es una entidad abstracta, sino un Ser real, en quien inhabitan Tres Divinas Personas, iguales en majestad, en poder, en honor y en gloria, y esas Tres Personas están pendientes de todos y cada uno de nosotros, de modo particular, de manera tal que intervienen de modo activo, tanto en la historia de la humanidad, como en la historia personal de cada uno, para conducir a todos, por medio del Amor, a la salvación, al Reino de los cielos.
         Cada una de las Divinas Personas, interviene por Amor y para darnos su Amor, para que una vez que dejemos esta vida terrena, gocemos de su Amor por la eternidad en los cielos. Cada una de las Tres Divinas Personas interviene, de modo personal y directo, en la historia de la humanidad, y en la historia de todos y cada uno de nosotros, de modo particular, de manera tal que todos estamos llamados a entablar una relación personal íntima -la inhabitación trinitaria- con todas y cada una de las Tres Divinas Personas. Pero para hacerlo, es necesario que sepamos qué es lo que hacen estas Tres Divinas Personas por la humanidad entera y por cada uno de nosotros, para que podamos estarles reconocidos y así agradecerles, amarlas y adorarlas como se lo merecen.
         ¿Qué es lo que hace cada una de las Divinas Personas, por cada uno de nosotros?
          Dios Padre, Persona Primera de la Santísima Trinidad, junto al Hijo y al Espíritu Santo, creó el universo visible y el invisible -los ángeles-, solo para nosotros, los hombres, y nos convirtió en reyes de la Creación, colocando en nuestras cabezas la corona de su imagen y semejanza, al darnos el libre albedrío, la inteligencia y la voluntad, es decir, la capacidad de conocer,de amar y el ser libres, y al crearnos en gracia y cuando por el pecado original despreciamos su amistad y sus dones, arrojando esa corona por el suelo, al entablar amistad con el Dragón, Dios Padre no solo no nos abandonó en nuestra soberbia y arrogancia, como lo merecíamos, sino que, movido por su Amor misericordioso, nos prometió en el mismo instante de la rebelión, el envío de su Hijo muy amado, Cristo Jesús, el Mesías, quien naciendo de María Virgen, habría de aplastar la cabeza de la Serpiente, nos borraría la mancha del pecado, inmolaría su Cuerpo y derramaría su Sangre en la cruz y en la Eucaristía y nos donaría su ser Hijo de Dios, para que fuéramos hijos adoptivos de Dios y así pudiéramos ser llevados al cielo, una vez finalizado nuestro peregrinar por el desierto de esta vida terrena.
          Dios Hijo, la Persona Segunda de la Santísima Trinidad, el Verbo Unigénito del Padre, la Palabra Eternamente pronunciada por el Padre, fue llevado por el Espíritu Santo, el Divino Amor, desde el seno del Padre, en donde inhabitaba desde la eternidad, para encarnarse en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre, y así adquirir un Cuerpo, Ungido con el Espíritu Santo, para poder inmolar y ofrecer en expiación por nuestros pecados, en el Santo Sacrificio de la Cruz. Y este sacrificio por nuestra salvación, la Encarnación y todo el misterio pascual del Verbo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, la realizó el Verbo de Dios con dolores inenarrables, tanto morales, como espirituales y físicos, desde el primer instante de la Encarnación, durante toda su vida terrena, y a lo largo de la Pasión, y todo lo sufrió por Amor, para salvarnos de la eterna condenación, para expiar nuestros pecados ante la Justicia Divina, para perdonarnos los pecados, para concedernos la divina filiación, y para conducirnos a la Casa del Padre, el Reino de la Eterna Bienaventuranza en los cielos, al finalizar nuestro efímero paso por la tierra.
Y el Verbo de Dios hecho Hombre, movido por el Amor que abrasa su Sagrado Corazón, compadecido por nuestra indigencia y por nuestra soledad y para dar cumplimiento a sus palabras, de que “no nos dejaría solos” y de que “estaría con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo”, continúa y prolonga su Encarnación, su sacrificio en cruz y su resurrección, por medio del misterio litúrgico de la Santa Misa, donándose como Pan Vivo bajado del cielo, como Pan de Vida eterna, como Verdadero y Único Maná bajado del cielo, que nos alimenta con la Vida eterna del Ser trinitario, dándonos así la Vida Eterna, su misma Vida divina, que nos hace posible atravesar el desierto de la vida y del mundo para llegar al Reino de Dios, en la Jerusalén celestial.
         Dios Espíritu Santo, la Persona Tercera de la Santísima Trinidad, la Persona-Amor que une al Padre y al Hijo en el Divino Amor, por toda la eternidad, es la Causa Primera y el Motor de la Encarnación, porque fue el Amor Divino lo que llevó al Padre a enviar a su Hijo para salvarnos; fue el Espíritu Santo, el Amor de Dios, el que llevó al Hijo a obedecer a su Padre y a encarnarse en el seno de María Santísima; fue el Espíritu Santo, la Persona-Amor de la Santísima Trinidad, la que llevó a la Virgen Madre a dar su “Sí” al plan de salvación de la Trinidad para los hombres. Y es el Espíritu Santo, el Amor de Dios, el Alma de la Iglesia, por lo que es el Amor de Dios el que hace que la Santa Iglesia prolongue, perpetúe y actualice, por el misterio de la liturgia eucarística, el Santo Sacrificio de la Cruz, convirtiendo al altar eucarístico, cada vez, en un Nuevo Monte Calvario, en donde el Hombre-Dios renueva, por el misterio de la liturgia eucarística y por medio del sacerdote ministerial, el Sacrificio del Calvario, realizando sobre el altar eucarístico lo mismo que en la cruz: entregando su Cuerpo en la Eucaristía y derramando su Sangre en el Cáliz. Y es el Espíritu Santo el que, luego de realizar este prodigio asombroso de la Transubstanciación, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús, se queda en el Sagrado Corazón Eucarístico, en forma de llamas de Fuego, para incendiar nuestros pobres corazones, cada vez que comulgamos, en el Divino Amor.
Dios Uno y Trino, las Tres Personas de la Santísima Trinidad, nos dieron el don más preciado que podíamos obtener, luego de la Eucaristía, y es a la Virgen María: Dios Padre nos dio a su hija amada, María Santísima, para que fuera la Madre de Nuestro Redentor; Dios Hijo, Jesucristo, nos dio a su propia Madre, la Madre de Dios, para que fuera Nuestra a tu Madre, para que nos adoptara como hijos desde la cruz; nos cubriera con su manto y nos refugiara en su Inmaculado Corazón; Dios Espíritu Santo nos dio a su Esposa Castísima, la Virgen María, para que nos cuidara como a sus hijos pequeños a lo largo del doloroso y penoso Via Crucis que es esta vida y para que nos alimentara con el fruto de sus entrañas, el Pan de Vida Eterna, Cristo Jesús, hasta el momento en el que llegáramos, sanos y salvos, a la Tierra Prometida, la Jerusalén Celestial.

Es por eso que adoramos a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Dios Uno y Trino, Tri-Unidad de Personas Divinas, porque es el Único Dios Verdadero, el Único digno de ser adorado, bendecido y amado, en el tiempo y en la eternidad; a Dios Uno y Trino le pertenecen todo el poder, la honra, la gloria y la majestad, y la felicidad del hombre está en conocerlo, amarlo, servirlo y adorarlo, ofreciéndole lo único digno de su infinita grandeza, la Eucaristía, el sacrificio del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor y Redentor, Jesucristo, el Hombre-Dios Hombre, por medio de las manos y el Inmaculado Corazón de María Santísima y es por eso que, en acción de gracias, en adoración y en expiación de nuestros pecados, ofrecemos  el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Cordero de Dios, Jesucristo el Señor, junto al Inmaculado Corazón de María, con todos los actos de amor hacia la Trinidad en él contenidos. No hay felicidad, ni dicha, ni gozo más grande que el adorar, amar, honrar y dar gracias a la Trinidad, ofreciendo la Eucaristía por medio de María, y quien esto no hace, aunque esté rodeado de riquezas materiales y de placeres terrenos, es sumamente desgraciado y desdichado. Es por eso que, junto con toda la Iglesia Santa, decimos: “Te adoramos, te bendecimos, te honramos y te glorificamos, oh Dios Uno y Trino, por ser Quien Eres, Dios de inmensa e infinita majestad, bondad y santidad, y porque nada hay para honrarte y adorarte como es debido, te ofrecemos el Cuerpo Sacramentado de Jesús, el Pan Vivo bajado del cielo, en acción de gracias y en expiación por nuestros pecados, junto al Inmaculado Corazón de María, en quien inhabita el Espíritu Santo, el Divino Amor. Amén”.

“Que nadie más coma de tus frutos”


“Que nadie más coma de tus frutos” (Mc 11, 11-25). La escena evangélica retrata a Jesús, quien  ve a lo lejos una higuera frondosa y piensa que tiene frutos, aunque no es la época. Se acerca para deleitarse con algún higo, pero al observar más de cerca, se da cuenta que, a pesar de lo frondoso de las hojas, la higuera no posee frutos, y maldice a la higuera estéril. Jesús maldice la higuera que tenía hojas y que por lo tanto, debía tener frutos, aunque no fuera la época. Finalmente, la higuera maldecida por Jesús, se seca al otro día (cfr. Mc 11, 12-14. 20-21). La higuera con hojas frondosas, pero sin frutos, simboliza las almas que aparentan, exteriormente, a los ojos de los hombres, ser buenas, pero que a los ojos de Dios, que ve en lo profundo del corazón, no dan frutos de santidad, porque no han erradicado el pecado de sus corazones y no han dejado arraigar la gracia. Son aquellas personas que, a los ojos de los hombres, parecen buenas y santas, pero que, a los ojos de Dios, carecen de toda bondad y santidad, porque no permiten que la gracia arraigue en lo profundo de su ser.

La lección del Evangelio nos enseña que podemos engañar a los hombres, pero que eso de nada sirve, porque es imposible engañar a Dios, quien escruta los corazones hasta lo más profundo: si no damos frutos de santidad, de nada nos valdrá, el Día del Juicio Final, el haber aparentado ser hombres de frondosa pero estéril bondad, pues permaneceremos, para siempre, como la higuera maldecida por Jesús. Es necesario, por lo tanto, dejar arraigar la gracia, para que ésta, circulando como savia vital, nos haga dar abundantes frutos de santidad: longanimidad, paciencia, magnanimidad, caridad, y así Jesús pueda sentirse realmente deleitado con nuestra vida unida a la suya.

miércoles, 27 de mayo de 2015

“Esto es mi Cuerpo… Esta es mi Sangre”


“Esto es mi Cuerpo… Esta es mi Sangre” (Lc 22, 14-20). En la Última Cena, “a la Hora de pasar de este mundo al Padre”, Jesús, realiza el supremo don de Sí mismo: entrega su Cuerpo en la Eucaristía y entrega su Sangre en el Cáliz: “Esto es mi Cuerpo… Esta es mi Sangre”. ¿Qué es lo que lleva a Jesús  a dejar su Cuerpo en el Pan Eucarístico y a derramar su Sangre en el Cáliz, convirtiendo la Cena Pascual en un anticipo sacramental del Santo Sacrificio del Calvario? ¿Qué es lo que lleva a Jesús, a convertir, la Cena de Pascua, en la Primera Misa, porque la Cena Pascual no es una simple cena, sino que es el anticipo, incruento y sacramental, del mismo y único Sacrificio de la Cruz, lo mismo que sucede en cada Santa Misa? ¿Qué es lo que lleva a Jesús a realizar el milagro de la Transubstanciación, por el cual convertirá el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre? ¿Qué es lo que lleva a Jesús a quedarse en algo que parece pan, pero que ya no será más pan, porque será Él mismo oculto en apariencia de pan, la Eucaristía? ¿Qué es lo que lleva a Jesús a dejar su Sagrado Corazón, que late con la fuerza del Amor de Dios, en la Eucaristía, y a colmar el Cáliz, con la Sangre que brota de sus heridas y de su Corazón traspasado?
Lo que lleva a Jesús a convertir el pan y el vino en su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, es el Divino Amor; lo que lleva a Jesús a bajar del cielo como Verdadero y Único Maná que alimenta el alma con la Vida eterna del Ser trinitario, es el Espíritu de Dios, que es Amor Puro y Eterno; lo que mueve a Jesús a quedarse oculto en apariencia de pan, es el Amor de Dios que abrasa su Sagrado Corazón: “He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes”, y lo hace porque a ese Amor de Dios nos lo quiere comunicar, sin reservas, en cada comunión, a todos y cada uno, para nuestro gozo y deleite personal.

Es el Amor entonces, lo que tiene que llevarnos a recibirlo en cada comunión eucarística, porque si Jesús realiza el milagro de la Transubstanciación por Amor; si Jesús convierte el pan y el vino en su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, por Amor; si Jesús convierte el pan sin vida en su Sagrado Corazón Eucarístico, que late con el ritmo del Amor Divino; si Jesús convierte el vino del cáliz, en su Sangre, para luego derramar su Espíritu de Amor en nuestros corazones, entonces, no podemos comulgar de modo distraído, indiferente, desapasionado, mecánico, rutinario, indolente; debemos comulgar con el Amor de Dios en el corazón, y si no lo tenemos, debemos pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros, para que sea Ella quien reciba a Jesús por nosotros y le dé el Amor que nosotros no somos capaces de darle. 

“¿Pueden beber del cáliz que Yo he de beber?”


“¿Pueden beber del cáliz que Yo he de beber?” (Mc 10, 32-45). Luego de que Jesús les anunciara su misterio pascual de muerte y resurrección, Santiago y Juan le piden a Jesús tener puestos de privilegio en el Reino de los cielos: le piden “sentarse a su derecha e izquierda”. Esto suscita enojo entre los demás Apóstoles, quienes lo toman como una especie de arribismo o de oportunismo, propio de grupos humanos en donde diversas facciones se disputan cuotas de poder alrededor del líder o conductor. Para el resto de los Apóstoles, la petición de Santiago y Juan es vista precisamente como esto, como una muestra de arribismo, puesto que, valiéndose de la amistad con Jesús, pretenden hacerse con puestos de honor y de poder preferencial.

Sin embargo, en realidad, el resto de los Apóstoles no ha entendido el mensaje de Jesús, el cual sí han comprendido Santiago y Juan, y ésa es la razón por la cual Jesús ha accedido positivamente a su pedido. La primera cuestión es que los puestos de primacía no se refieren a esta vida, sino a la otra, al Reino de los cielos, y la otra cuestión, mucho más importante, es que el acceso a estos puestos, no se da al estilo humano, con favoritismos y facilismos; todo lo contrario, se accede a estos puestos privilegiados en el Reino, si se participa de la Pasión del Señor, lo cual quiere decir, participar de su condena a muerte, de su humillación, de sus ultrajes de todo tipo, de su amarguras y dolores y, en última instancia, participar también de su muerte. Ésa es la razón por la cual Jesús, antes de responderles, les pregunta: “¿Podéis beber del cáliz que Yo he de beber y recibir el bautismo que Yo recibiré?”. Y los hermanos, que han comprendido bien de qué se trata, de la Pasión y no de puestos de honor mundano, responden: “¡Podemos!”, porque están dispuestos, movidos por el Amor del Espíritu Santo, a participar de la Pasión de Jesús, a acompañarlo en su dolor y humillación, a beber del cáliz de sus amarguras en esta tierra y recibir su bautismo. Y entonces sí, son merecedores de los puestos de honor en el Reino. El resto de los diez, que se ha indignado contra Santiago y Juan, no ha entendido el mensaje de Jesús y piensan que Santiago y Juan son advenedizos que buscan acomodarse en las altas esferas del poder, tal como sucede con las personas codiciosas, egoístas  y mezquinas, que ven las estructuras de poder como lugares de usufructo personal pero no como lo que son, instituciones al servicio del bien común; en este caso, al servicio de la salvación de las almas. Es la razón por la cual Jesús debe llamarlos y aclararles que entre ellos, sus discípulos, no debe ser como entre los mundanos: entre los discípulos de Jesús, no deben existir apetencias de poder, como entre los mundanos, sino deseos de servir al proyecto del Padre, participando de la Pasión, de la amargura, de los dolores, de la cruz y de la muerte del Hombre-Dios Jesucristo, es decir, “bebiendo del cáliz de su amargura”. Sólo así se está en condiciones de acceder a puestos de honor, pero no en esta vida, sino en el Reino de  los cielos. Puesto que el misterio de la Redención continúa, también a nosotros nos hace Jesús la misma pregunta que les hiciera a Santiago y a Juan: “¿Pueden beber del cáliz que Yo he de beber?”. Y nosotros, junto con Santiago y Juan, decimos: “¡Podemos!”.

viernes, 22 de mayo de 2015

Solemnidad de Pentecostés


 (Ciclo B – 2015)

         Jesús envía el Espíritu Santo sobre su Iglesia: “Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20, 19-23). Jesús envía el Espíritu como soplo y por el Espíritu Santo, viene la alegría: “Los discípulos se llenaron de alegría”; por el Espíritu viene la paz: “La paz esté con ustedes” y el perdón de los pecados: “a los que perdonen los pecados, les quedarán perdonados”. Pero además, el Espíritu Santo que envía Jesús, viene sobre la Iglesia y sobre las almas como “Viento” y como “Fuego”: “(…) estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (cfr. Hch 2, 1-11).
¿Qué hace el Espíritu Santo, luego de Pentecostés, en la Iglesia? ¿Por qué viene como Viento y como Fuego?
Para entender qué hace el Espíritu Santo en la Iglesia, en nuestras almas y en nuestros corazones, tenemos que saber que nuestras almas y nuestros corazones son como un carbón, es decir, podemos representar nuestra humanidad como si fuera un carbón, y sobre ese carbón, actuará el Espíritu Santo, como Fuego y como Viento, soplando sobre nuestros corazones, convirtiéndolos en carbones ardientes que arden con el Fuego del Divino Amor. En Pentecostés, el Espíritu Santo viene como Fuego, y así como el fuego enciende al carbón y lo transforma, de carbón negro y frío en brasa roja, ardiente y encendida y en llama viva similar al fuego, así el Espíritu Santo transforma el corazón en brasa que arde en Fuego de Amor Vivo; el Espíritu Santo viene como Viento en Pentecostés y atiza el corazón encendido, así como el viento atiza la brasa encendida y la vuelve más incandescendente, así el Espíritu Santo, como Viento soplado por Jesús en Pentecostés, sopla sobre el corazón encendido en el Amor de Dios y lo enciende todavía más en el Divino Amor, haciendo que arda más y más por el Divino Amor. El Espíritu Santo viene como Fuego y como Viento y atiza el corazón, que es el carbón encendido; el Fuego enciende el carbón y el Viento lo atiza y lo aviva cada vez más en el Divino Amor.
Pero el Espíritu Santo, enviado por Jesús en Pentecostés, opera también en toda la Iglesia, actuando como Alma de la Iglesia, dándole vida al Cuerpo Místico que es la Iglesia, así como el alma da vida al cuerpo del hombre. Otra función que ejerce el Espíritu Santo es la de ser Maestro, además de ejercer la función mnemónica, de memoria, porque nos enseñará sobre Jesús y nos recordará la Verdad de Jesús: "el Espíritu les enseñará y les recordará todo lo que les he dicho" (Jn 14, 26); el Espíritu Santo nos habla de Jesús: "les hablará de Mí" (Jn 16, 13). La función magistral  mnemónica del Espíritu Santo es la de hacernos saber y recordar lo que es Jesús y todo lo que hizo Jesús, principalmente sus milagros, que demuestran su divinidad: resucitó muertos, expulsó demonios, dio vista a los ciegos, el habla a los mudos, multiplicó panes y peces. El Espíritu de Dios nos hará saber que todos esos milagros los hizo Jesús porque era Dios, porque esos milagros no los podía hacer un hombre común, sino solamente Dios, y que por eso Jesús era Dios y esto es sumamente importante para nuestra fe católica y eucarística, porque si Jesús es Dios, entonces la Eucaristía es el mismo Jesús, Dios Encarnado, que continúa su Encarnación y la prolonga en la Eucaristía y es la razón por la cual debemos adorar a la Eucaristía, que es Jesús, Dios encarnado y glorificado, oculto en apariencia de pan. El Espíritu Santo entonces tiene una función mnemónica, de memoria, de recuerdo de lo que hizo Jesús y de que lo que hizo Jesús, lo hizo porque era Dios, y si Jesús era Dios, entonces la Eucaristía es ese mismo Jesús, que es Dios.
El Espíritu Santo nos recuerda también que Jesús murió el Viernes Santo y resucitó el Domingo, pero además, nos enseña que ese misterio pascual se renueva y actualiza, por el misterio de la liturgia eucarística, en la Santa Misa, porque por la Santa Misa, se renueva el Santo Sacrificio de la Cruz del Viernes Santo y se renueva y actualiza su resurrección, la Resurrección del Domingo de Resurrección, porque lo que comulgamos es su Cuerpo glorioso y resucitado en la Eucaristía, el mismo Cuerpo que resucitó el Domingo de Resurrección.
Otra función que ejerce el Espíritu Santo enviado por Jesús en Pentecostés es la de santificar nuestras almas, borrando el pecado original, concediéndonos la filiación divina, convirtiéndonos así en hijos adoptivos de Dios, lo cual quiere decir, en seres más grandes que los ángeles más grandes, porque recibimos la misma filiación divina, con la cual Jesús es Hijo de Dios desde toda la eternidad; por el Espíritu Santo, somos hechos hijos de Dios, hijos del Dios Altísimo.
Otra función que hace el Espíritu Santo es la de consagrar nuestras almas y nuestros cuerpos, convirtiéndolos en templos suyos, en donde inhabita Él, y si nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, nuestros corazones son altares en donde se adora a Jesús Eucaristía.
Por último, Jesús envía el Espíritu Santo para que los cristianos seamos “uno en el Amor, como Él y el Padre son uno en el Amor”, en el Espíritu Santo: “Que sean uno, como nosotros somos uno (…) para que el Amor con que me amaste esté en ellos” (cfr. Jn 17, 20-26). Esta petición la hace Jesús al Padre en la Última Cena, cuando pide por la unión en el Espíritu de Amor no solo por quienes asistían en ese momento a la Última Cena, sino por todas las generaciones de la Iglesia, por todo su Cuerpo Místico, es decir, por ellos y por nosotros, por los quedamos en el mundo, hasta que Él vuelva, hasta el fin de los tiempos. Cuando Jesús ora al Padre, ora pidiendo la unidad: “Que sean uno”, pero la unión que pide es una unión del todo particular, debido a que será “como la que existe entre Él y el Padre”: “como nosotros somos uno”, y Jesús y el Padre son uno en el Espíritu, puesto que “Dios es Espíritu” (Jn 4, 24). Puesto que Dios es “Espíritu Puro”, de las Tres Personas que hay en la Trinidad, le corresponde el nombre de “Espíritu” a la Tercera, a la Persona-Amor, porque es la Persona-Amor, la “expresión y el sello de la unidad espiritual entre el Padre y el Hijo” ; en otras palabras, la unión espiritual en Dios, entre el Padre y el Hijo, es en el Amor, en la Persona-Amor, en el Espíritu Santo, que es el sello de Amor del Padre y del Hijo. La unión que existe entre el Padre y el Hijo es la unión en el Espíritu Santo, en el Amor, porque el Espíritu Santo es la emanación del Amor recíproco del Padre y del Hijo; el Espíritu Santo es el Amor Santo, Puro, Perfecto, en Acto de Ser Puro, que Dios Padre y Dios Hijo se tienen mutuamente, desde la eternidad; es el Amor, el que une al Padre en el Hijo y al Hijo en el Padre, en el Espíritu, y es en ese Espíritu, en el que Jesús quiere que sus discípulos estemos unidos: “Que sean uno, como nosotros somos uno (…) para que el Amor con que me amaste esté en ellos”.
“Que sean uno, como nosotros somos uno (…) para que el Amor con que me amaste esté en ellos”. Jesús pide que como Iglesia seamos uno, pero esa unión que debe existir entre los miembros de su Iglesia, no puede ser  otra que la misma unión espiritual, en el Espíritu de Amor, la misma que existe entre el Padre y el Hijo desde la eternidad; es la unión que se da en el Espíritu y por el Espíritu Santo entre el Padre y el Hijo, y es para eso que Jesús envía el Espíritu Santo en Pentecostés, para que los cristianos, que formamos su Cuerpo Místico, seamos unidos por su Espíritu en su Cuerpo y formemos una unidad en el Amor.
“Que sean uno, como nosotros somos uno (…) para que el Amor con que me amaste esté en ellos”. La unidad que Jesús pide al Padre, se realiza de modo perfecto por medio de la Eucaristía, porque todos los que comulgan la Eucaristía, reciben la efusión del Espíritu por Jesús, y es por eso que cada comunión eucarística es un "mini-Pentecostés", o un "micro-Pentecostés", porque Jesús sopla su Espíritu sobre el alma que comulga –cumpliéndose el pedido de Jesús: “el Amor con que me amaste, el Espíritu Santo, esté en ellos”-, y así son unidos los cristianos en el Amor al Padre, al recibir el Cuerpo Sacramentado de Jesús.
Para esto envía entonces Jesús al Espíritu Santo en Pentecostés, para que, por la Eucaristía, los cristianos vivamos unidos en el Amor de Dios.

jueves, 21 de mayo de 2015

“Que sean uno, como nosotros somos uno (…) para que el Amor con que me amaste esté en ellos”


“Que sean uno, como nosotros somos uno (…) para que el Amor con que me amaste esté en ellos” (cfr. Jn 17, 20-26). Jesús ruega al Padre en la Última Cena pidiendo por la unión de su Iglesia, Jesús ora no solo por quienes asistían en ese momento a la Última Cena, sino por todas las generaciones de la Iglesia[1], por su Cuerpo Místico, es decir, por nosotros, por los quedamos en el mundo, hasta que Él vuelva, hasta el fin de los tiempos, y ora pidiendo la unidad, la unión entre quienes integran su Iglesia: “Que sean uno”. Ahora bien, esa unión será una unión del todo particular, debido a que será “como la que existe entre Él y el Padre”: “como nosotros somos uno”, y Jesús y el Padre son uno en el Espíritu, puesto que “Dios es Espíritu” (Jn 4, 24). Puesto que Dios es “Espíritu Puro”, de las Tres Personas que hay en la Trinidad, le corresponde el nombre de “Espíritu” a la Tercera, a la Persona-Amor, porque es la Persona-Amor, la “expresión y el sello de la unidad espiritual entre el Padre y el Hijo”[2]; en otras palabras, la unión espiritual en Dios, entre el Padre y el Hijo, es en el Amor, en la Persona-Amor, en el Espíritu Santo, que es el sello de Amor del Padre y del Hijo. La unión que existe entre el Padre y el Hijo es la unión en el Espíritu Santo, en el Amor, porque el Espíritu Santo es la emanación del Amor recíproco del Padre y del Hijo; el Espíritu Santo es el Amor Santo, Puro, Perfecto, en Acto de Ser Puro, que Dios Padre y Dios Hijo se tienen mutuamente, desde la eternidad; es el Amor, el que une al Padre en el Hijo y al Hijo en el Padre, en el Espíritu, y es en ese Espíritu, en el que Jesús quiere que sus discípulos estemos unidos: “Que sean uno, como nosotros somos uno (…) para que el Amor con que me amaste esté en ellos”.
“Que sean uno, como nosotros somos uno (…) para que el Amor con que me amaste esté en ellos”. Jesús pide que como Iglesia seamos uno, pero esa unión que debe existir entre los miembros de su Iglesia, no puede ser  otra que la misma unión espiritual, en el Espíritu de Amor, la misma que existe entre el Padre y el Hijo desde la eternidad; la unión que se da en el Espíritu y por el Espíritu Santo entre el Padre y el Hijo, y es para eso que Jesús enviará el Espíritu Santo en Pentecostés, para que los cristianos, que formamos su Cuerpo Místico, seamos unidos por su Espíritu en su Cuerpo y formemos una unidad en el Amor.
“Que sean uno, como nosotros somos uno (…) para que el Amor con que me amaste esté en ellos”. La unidad que Jesús pide al Padre, se realiza de modo perfecto por medio de la Eucaristía, porque todos los que comulgan la Eucaristía, reciben la efusión del Espíritu por Jesús –así se cumple el pedido de Jesús: “el Amor con que me amaste, el Espíritu Santo, esté en ellos”-, y así son unidos en el Amor al Padre, al recibir el Cuerpo Sacramentado de Jesús.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento. Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 761.
[2] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Editorial Herder, Barcelona 1964, 104.

martes, 19 de mayo de 2015

“Ruego por ellos (…) que están en el mundo”


“Ruego por ellos (…) que están en el mundo” (cfr. Jn 17, 1-11). “A la Hora de pasar de este mundo al Padre”, en la Última Cena, Jesús realiza la oración sacerdotal, por la cual reza al Padre por los Apóstoles y por sus discípulos, es decir, por su Iglesia toda: Él ha de partir al Padre, por medio de su sacrificio en la cruz, y será glorificado y exaltado en los cielos, mientras que su Iglesia, permanecerá aquí, en la tierra, en este mundo, el cual “yace bajo el dominio del maligno” (cfr. 1 Jn 3, 8), y es por eso que los miembros de su Iglesia, que quedan en el mundo, pero “no son del mundo”, necesitarán de la fuerza que “viene de lo alto”, necesitarán ser investidos del Espíritu de Jesús, una vez que Él ascienda a los cielos, para resistir a los asaltos de los poderes infernales, que tratarán de hacer sucumbir a su Iglesia, que permanecerá en el mundo hasta el fin de los tiempos.
Ruego por ellos”, dice Jesús, pero también dice más adelante: “Por ellos me santifico ( o me consagro) par que también ellos sean santificados (o consagrados) en la verdad”. Esta consagración no es la unión hipostática ni la unción de su humanidad por el Espíritu Santo, sino la consagración sacerdotal, de sí mismo como víctima sobre la cruz[2]. El sacrificio de Cristo da a los Apóstoles –y a la Iglesia, es decir, a los bautizados, en cuanto sacerdotes bautismales- una aptitud sacrificial, que los capacita para ofrecerse junto a Cristo y en Cristo, por la salvación del mundo. Jesús se consagra, es decir, se ofrece en la Última Cena a sí mismo interiormente como Víctima Santa y Pura, porque ha de ofrecerse en el Calvario, en el ara santa de la cruz, inmolándose con su Cuerpo y su Sangre, y por eso reza por nosotros, es decir, nos consagra, nos santifica, nos une  a Él, porque nosotros también hemos de ofrecernos en el ara santa de la cruz, para alcanzar el Reino de los cielos y para expiar los pecados del mundo, en unión con Él, con su sacrificio de la cruz, en la Santa Misa. Ésa es la razón por la cual y para la cual asistimos a la Santa Misa: para consagrarnos, santificados por la gracia de Jesucristo, unidos a su sacrificio en cruz, como víctimas, por la salvación de los hombres. Por eso este Evangelio describe el objetivo para el cual estamos en esta vida: para ofrecernos como víctimas unidas a Él, Víctima Inocente, por medio del Santo Sacrificio de la cruz, la Santa Misa.




[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 761.
[2] Cfr. Orchard, ibidem.