“Que
nadie más coma de tus frutos” (Mc 11,
11-25). La escena evangélica retrata a Jesús, quien ve a lo lejos una higuera frondosa y piensa
que tiene frutos, aunque no es la época. Se acerca para deleitarse con algún
higo, pero al observar más de cerca, se da cuenta que, a pesar de lo frondoso
de las hojas, la higuera no posee frutos, y maldice a la higuera estéril. Jesús
maldice la higuera que tenía hojas y que por lo tanto, debía tener frutos,
aunque no fuera la época. Finalmente, la higuera maldecida por Jesús, se seca
al otro día (cfr. Mc 11, 12-14.
20-21). La higuera con hojas frondosas, pero sin frutos, simboliza las almas
que aparentan, exteriormente, a los ojos de los hombres, ser buenas, pero que a
los ojos de Dios, que ve en lo profundo del corazón, no dan frutos de santidad,
porque no han erradicado el pecado de sus corazones y no han dejado arraigar la
gracia. Son aquellas personas que, a los ojos de los hombres, parecen buenas y
santas, pero que, a los ojos de Dios, carecen de toda bondad y santidad, porque
no permiten que la gracia arraigue en lo profundo de su ser.
La
lección del Evangelio nos enseña que podemos engañar a los hombres, pero que
eso de nada sirve, porque es imposible engañar a Dios, quien escruta los
corazones hasta lo más profundo: si no damos frutos de santidad, de nada nos
valdrá, el Día del Juicio Final, el haber aparentado ser hombres de frondosa pero
estéril bondad, pues permaneceremos, para siempre, como la higuera maldecida
por Jesús. Es necesario, por lo tanto, dejar arraigar la gracia, para que ésta,
circulando como savia vital, nos haga dar abundantes frutos de santidad:
longanimidad, paciencia, magnanimidad, caridad, y así Jesús pueda sentirse
realmente deleitado con nuestra vida unida a la suya.
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