lunes, 2 de febrero de 2015

Fiesta de la Presentación del Señor


(Ciclo B – 2015)
            “Ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, luz para alumbrar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”. Simeón, llevado por el Espíritu Santo –“movido por el Espíritu Santo”, dice el Evangelio, va al templo, en donde encuentra a la Virgen y a San José, que han llevado al Niño Dios para cumplir con el rito de la Purificación y para presentar a Jesús a Dios, como establecía la Ley, según la cual, todo primogénito debía ser consagrado al Señor, porque le pertenecía. Simeón había pedido la gracia de no morir antes de ver al Salvador, y Dios le concede esa gracia, porque es el Espíritu Santo quien lo lleva al templo y, de entre todas las madres con sus hijos primogénitos, que han acudido a llevar a sus hijos para consagrarlo al Señor, el Espíritu Santo le indica a Simeón a la Virgen, quien lleva entre sus brazos al Niño Dios. Simeón lo toma a su vez entre sus brazos y en ese momento, recibe la gracia del conocimiento y del amor sobrenatural del Mesías, reconociendo en el hijo de María, al Niño Dios, al Redentor y Salvador de los hombres. Cuando Simeón toma al Niño entre sus brazos y lo contempla, su alma es iluminada por el Resplandor de la gloria del Padre, Cristo Jesús, y así es iluminado por la luz de la gracia, que le permite contemplar, en el Niño que tiene entre sus brazos, no a un niño más entre tantos, sino al Niño Dios, a Dios hecho Niño, que se ha encarnado en una naturaleza humana para salvar a los hombres. Así, se cumple el deseo de Simeón, de ver al Mesías antes de morir, y este deseo no es simple curiosidad, sino el deseo de contemplar al Mesías anunciado por los profetas, para adorarlo y amarlo. Esta es la razón por la cual Simeón exclama: “Ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, luz para alumbrar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”. Simeón ve, en el Niño Dios, a la “Luz de Luz eterna”, el Hijo del Padre que, por poseer su mismo Ser divino y su misma naturaleza divina, es luz celestial y sobrenatural, como el Padre; Simeón ve, en ese pequeño Niño, al Cordero de Dios, que es “la lámpara de la Jerusalén celestial”, que con su luz divina ilumina y da vida a los ángeles y santos en el cielo; Simeón ve, en el Niño que tiene entre sus brazos, al Mesías anunciado a Israel, que glorificará a su Pueblo con su misma gloria, e iluminará a los pueblos paganos con esta misma gloria divina, que brota de su Ser divino, rescatándolos y librándolos de las “sombras de muerte”, los ángeles caídos.

“Ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz porque mis ojos han visto a tu Salvador luz para alumbrar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”. El anciano Simeón, movido por el Espíritu Santo, ingresa en el templo para contemplar a Cristo Dios y así ser iluminado por su luz eterna, y esto llena su alma de tanta alegría, paz y amor divinos, que ya desea morir, para entrar a gozar de la visión beatífica, cara a cara, de ese Dios Niño al que lleva en brazos. Sin embargo, a pesar de todas estas gracias recibidas por Simeón, son pocas en comparación con las que recibe el cristiano en cada Santa Misa y en cada comunión eucarística. El cristiano, en cada Santa Misa, y en cada comunión eucarística, recibe una gracia infinitamente más grande que la de Simeón: el cristiano, movido por el Espíritu Santo, ingresa en el templo para contemplar a Cristo Dios que, por el misterio de la liturgia eucarística, renueva los misterios de su vida, su Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección, y, más que recibir al Niño Dios entre sus brazos, lo recibe en su propio corazón, por la comunión eucarística, y por la comunión, más que la gracia de conocer al Mesías, recibe el contenido de su Sagrado Corazón Eucarístico, su Amor infinito, que se derrama sin reservas sobre el alma que comulga con fe y con amor. Y si el anciano Simeón, movido e iluminado por el Espíritu Santo, contempló al Verbo de Dios encarnado en el Niño de la Virgen, análogamente, el cristiano, movido e iluminado por el Espíritu Santo, contempla al Verbo de Dios que, por el misterio de la liturgia eucarística de la Santa Misa, prolonga su Encarnación en la Eucaristía; entonces, al igual que el anciano Simeón, el cristiano, al contemplar la Eucaristía, debe exclamar, lleno de la misma alegría y del mismo amor que embargaban a San Simeón: “He contemplado, con la luz de la fe, al Hijo de Dios encarnado; dame la gracia, oh Dios, de continuar contemplando, cara a cara, luego de mi muerte, al Cordero de Dios, Luz de la Jerusalén celestial, el Nuevo Israel, y gloria de mi alma”.

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