(Domingo
IV - TO - Ciclo B – 2015)
“Los espíritus impuros se arrojaban a sus pies diciendo: ‘Ya
sé quién eres: el Santo de Dios’” (Mc
1, 21-28). Jesús realiza exorcismos, y cuando los demonios son expulsados,
exclaman: “Tú eres el Santo de Dios”. El Evangelio nos plantea por lo tanto el grado
de conocimiento que de Jesús tienen los ángeles caídos, los demonios; por
extensión, nos plantea qué grado de conocimiento tienen de Jesús los ángeles de
luz, y qué grado de conocimiento tenemos nosotros, los hombres. Con respecto a
los demonios, hay que decir que este conocimiento es de tipo conjetural, porque
lo ven hacer milagros que solo Dios puede hacer, y como Él se auto-proclama
Dios, entonces deducen que es Dios; pero también deducen que es Dios porque
ellos mismos experimentan, en los exorcismos que realiza Jesús, la omnipotencia
divina, que se transmite a través de la voz humana de Jesús y que es la que los
hace salir expulsados inmediatamente, de los cuerpos a los que poseen. Los
demonios reconocen en Jesús a Dios, o al menos a su fuerza, que actúa a través
de Jesús, y se postran delante de Jesús, no en adoración, porque la adoración
implica amor a Dios y los ángeles caídos, por definición, no poseen amor y
jamás lo podrán poseer, porque renunciaron libremente al Amor de Dios. A pesar
de eso, lo reconocen y le dicen: “Tú eres el Santo de Dios”. Los demonios no
pueden ver a la Segunda Persona de la Trinidad, encarnada en Jesús de Nazareth,
porque no poseen la gracia y por lo mismo, han quedado como ciegos delante de
Dios; además, ellos son oscuridad y Dios es Luz divina y eterna, y la luz nada
tiene que ver con la oscuridad.
De modo transitivo, el Evangelio nos plantea también el
conocimiento que de Jesús tienen los ángeles de luz, y lo que nos enseña el
Catecismo es que ellos lo conocen en cuanto Dios, porque contemplan su esencia,
desde el momento en que poseen la gracia que los capacita para esa visión. Los
ángeles de luz, que contemplan a Jesús en su esencia divina, saben que Jesús es
la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, encarnada en una naturaleza
humana, y se postran ante su Presencia, en señal de adoración y de amor,
exclamando, entre otras alabanzas, el triple Sanctus: “Santo, Santo, Santo es el Señor Dios Sébaoth”, como
proclaman los ángeles ante el trono de Dios, en la visión de Isaías, y como lo
proclaman los ángeles en el Apocalipsis, al adorar al Cordero en su trono. Los
ángeles de luz pueden ver a Dios Hijo en Jesús de Nazareth, porque ellos
participan de la luz de Dios, por la gracia; son luz en la luz y por la luz de
Dios, y como la luz es afín a la luz, entonces, a diferencia de los demonios,
que son oscuridad y tinieblas vivientes, los ángeles de luz pueden ver al Hijo
de Dios en Jesús de Nazareth. Por eso es que, luego de la las tentaciones de
Jesús en el desierto, los ángeles acompañan a Jesús y lo sirven, como dice el
Evangelio, porque Jesús es el Rey de los ángeles.
Por último, el Evangelio nos plantea también el conocimiento
que nosotros tenemos de Jesús, y el conocimiento que tenemos, es el que nos da
la fe, puesto que no lo contemplamos en su esencia, como los ángeles de luz. El
hombre que puede contemplar a Dios, intuitivamente, en su esencia, es aquel que
muere en estado de gracia, pues inmediatamente, antes de la resurrección de los
cuerpos, y antes del Juicio Final, comienza a gozar de la visión beatífica. Esto
es lo que nos enseña el Catecismo de la Iglesia, en su número 1023: “Quienes
mueren en la gracia y amistad de Dios y están perfectamente purificados viven
con Cristo para siempre. Ellos son como Dios, porque lo ven “como es Él” (1 Jn 3, 2 ), “cara a cara” (1 Cor 13, 12). Éste es una de las verdades de fe reveladas
por la Escritura y confirmada por al Tradición y es un dogma irreformable de la
Iglesia Católica, y es uno de los más grandiosos y maravillosos misterios de la
fe católica: la visión beatífica de las almas en el cielo, la cual consiste en
la visión inmediata y en la contemplación intuitiva de Dios Trino, reservada
para quienes han pasado a la otra vida en estado de gracia, completamente
purificados de toda imperfección; es el regalo más preciado y el fruto más
maravilloso de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, porque Él murió
en cruz, precisamente, para que alcanzáramos el Reino de los cielos, la
felicidad eterna en la contemplación de la Trinidad. Ahora bien, nosotros, que
estamos en la tierra, no gozamos de esta visión intuitiva, inmediata, cara a
cara, de Dios Uno y Trino, pero sí sabemos, por la fe de la Iglesia, que Jesús no es un
hombre más entre tantos, sino Dios Hijo encarnado, la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad, que prolonga su Encarnación gloriosa en la Eucaristía, y
esto es una forma de “ver” a Jesús: no con los ojos del cuerpo, sino con los
ojos del alma, iluminados por la luz de la fe. Esta luz de la fe nos fue
infundida, gratuitamente, como una semilla, con la gracia bautismal, pero
depende de la libertad de cada uno, acrecentar esa fe, con actos concretos de
fe, de piedad, de oración, de amor de caridad, o bien, apagar esa fe, viviendo
en la vida cotidiana, como si Dios no existiera y como si Jesús fuera un “fantasma”,
como le dicen los discípulos cuando lo ven caminar sobre el agua.
Y
es aquí en donde se plantea la diferencia con los ángeles, tanto los caídos
como los de luz, con nosotros: tanto los ángeles caídos, como los ángeles de
luz, reconocen en Jesús a Dios y si bien los ángeles caídos no lo adoran, sí se
postran ante su Presencia, en señal de sumisión, mientras que los ángeles de
luz sí lo adoran, porque lo aman; nosotros, que sabemos que Jesús es Dios,
muchas veces, lo negamos, como si no lo conociéramos, y al hacer esto,
renegamos y negamos la fe de la Iglesia y nos volvemos como ciegos frente a su
Presencia Eucarística. Por el contrario, si hemos recibido la luz de la fe, es
decir, el conocimiento de que Jesús de Nazareth es Dios Hijo encarnado y que prolonga
su Encarnación en la Eucaristía, es para que demos fruto y fruto abundante, del
treinta, sesenta o ciento por ciento.
“Los
espíritus impuros se arrojaban a sus pies diciendo: ‘Ya sé quién eres: el Santo
de Dios’”. Al contemplar a Jesús en la Eucaristía –ya sea en la Santa Misa, en
la consagración, cuando por el milagro de la Transubstanciación el pan y el
vino se convierten en las substancias gloriosas del Cuerpo, la Sangre, el Alma
y la Divinidad de Jesús, o ya sea en la adoración eucarística-, todo cristiano,
movido por el Amor de Dios e iluminado por la luz de la gracia y de la fe,
debería decirle a Jesús: “Tú eres el Hijo de Dios”, y demostrar su amor y su
adoración con el ejemplo y la santidad de vida. Es esto lo que enseña Santo
Tomás de Aquino, cuando dice que “amar a Dios es más importante que conocerlo”,
pero como nadie ama lo que no conoce, hay que conocer a Dios encarnado,
Jesucristo, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, para amarlo y
adorarlo, en el tiempo y en la eternidad.
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