(Domingo
XXVIII - TO - Ciclo C – 2013)
“¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este
extranjero?” (Lc 17, 11-19). Jesús
cura milagrosamente a diez leprosos, pero sólo uno de ellos, un extranjero,
regresa a darle gracias. Los otros nueve, una vez curados, se olvidan de Jesús
y se retiran sin más. Lo llamativo del episodio, y que llama la atención
también de Jesús, es la desproporción que hay entre los que reciben la gracia
de la curación milagrosa, y los que regresan a agradecer por la misma: solo
uno, contra nueve que no agradecen. Esta actitud desagradecida es lo que motiva
la dolorosa pregunta de Jesús: “¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este
extranjero?”.
Debido
a que la lepra, en la Sagrada Escritura, es figura del pecado, en este episodio
del Evangelio, debemos vernos reflejados nosotros, integrantes de la Iglesia,
porque como todos los hombres llevamos la herencia del pecado original y
estamos expuestos continuamente a caer en el pecado. Que la lepra sea figura
del pecado, significa que así como la lepra daña al cuerpo, así el pecado provoca
en el alma un daño, que será más o menos grave de acuerdo a la gravedad del
pecado. Al ser figura del pecado, se puede hacer una analogía entre la
enfermedad de la lepra, como tal, y el pecado: así como la lepra está provocada
por un microorganismo, un microbio –el Mycobacterium
leprae-, es decir, algo insignificante en cuestión de tamaño en relación a
la masa corporal del individuo afectado, así el pecado es algo insignificante
en relación a la vida espiritual, y de hecho, una de las cosas que más
lamentarán quienes se condenen en el infierno –dicen santos como San Alfonso
María de Ligorio- es el haber perdido algo tan inmensamente grande, como Dios,
por algo tan despreciablemente pequeño, como el pecado; de la misma manera a
como la lepra produce una lesión que es indolora y es causa de insensibilidad,
porque el microbio lesiona los nervios periféricos, portadores de la
sensibilidad-, así el pecado, al ser cometido, es insensible, puesto que el
alma no “siente nada” cuando peca y al igual que la lepra, que causa
insensibilidad, el pecado va provocando cada vez más una insensibilidad hacia
la vida de la gracia, que termina por colocar al pecador en una dureza de
corazón permanente e irreversible. En el Antiguo Testamento, el leproso era
marginado de la comunidad y debía vivir apartado, en cuevas solitarias y su
presencia debía ser anunciada por un cencerro porque por temor al contagio,
nadie quería estar a su lado; de la misma manera, el pecado aísla al pecador de
la comunión de vida y amor con los justos que en la Iglesia viven en gracia, y su
ejemplo busca de ser evitado a toda costa por quien tiene conciencia de la
maldad y fealdad del pecado (esto no significa, obviamente, que exista
discriminación alguna relativa al pecador en cuanto persona, pero sí que se
debe evitar, como modelo a imitar, su mal ejemplo de pecador).
La
lepra entonces es figura del pecado, y es esto lo que debemos considerar en
este Evangelio, pero también debemos considerar la curación milagrosa de la
lepra por parte de Jesús, puesto que esta es una figura del sacramento de la
confesión: así como los leprosos quedan curados en un instante por la omnipotencia
del Hombre-Dios Jesucristo, de manera tal que no queda rastro alguno de la
enfermedad en los leprosos, así también sucede en el alma cuando, por el
sacramento de la confesión, el penitente recibe la potentísima acción de la
gracia divina de Jesucristo sobre el alma, por intermedio del sacerdote
ministerial, quedando curado de todo pecado, y así como el cuerpo sanado de la
lepra recupera su salud y bienestar obteniendo una nueva vida, la vida sana,
así el alma, por la confesión sacramental, no solo se ve libre de la fealdad y
malicia del pecado, sino que se ve revestida de la gracia divina que le
proporciona una nueva vida, la vida de Dios, participada por la gracia. En otras
palabras, si la lepra es figura del pecado, la curación milagrosa de los
leprosos por parte de Jesús, es figura de su acción curativa producida en el
sacramento de la confesión.
“¿Ninguno
volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?”. De los diez leprosos
curados, sólo uno vuelve a dar gracias al Hombre-Dios Jesucristo, y la forma de demostrar su agradecimiento es postrándose con rostro en tierra ante su Presencia, adorándolo porque reconoce en Jesús a Dios encarnado. Todos los cristianos hemos recibido un milagro infinitamente
más grande que el ser curados de una enfermedad como la lepra, desde el momento
en que hemos recibido el sacramento de la confesión, por medio del cual la
Sangre de Cristo derramada en la Cruz se ha vertido en nuestras almas,
dejándonos limpios, puros e inmaculados, llenos de la gracia divina, y por eso nos tenemos que preguntar si agradecemos los dones que Jesús nos hace, y tanto más, cuanto que no solo hemos recibido el don de la Confesión sacramental -y mucho más de una vez, sino innumerables veces-, sino también dones cuya sola enumeración llevaría días enteros, y por esto solo deberíamos postrarnos en acción de gracias ante Jesús. Cuando venimos
a Misa, ¿cómo nos comportamos con relación a Jesús y a su infinito Amor
demostrado en la confesión sacramental? ¿Pensamos en nuestros mezquinos
intereses, pensamos en solo pedir cosas a Jesús, o peor aún, pensamos en reclamarle cosas que le pedimos y que según nuestro corto punto de vista, no nos dio? Cuando venimos a Misa, pensamos en nosotros mismos o, por el contrario, nos postramos de rodillas ante su Presencia
sacramental, en signo de adoración y acción de gracias por su Amor
misericordioso?
Que seamos como el samaritano agradecido y, al igual que él, expresemos nuestra fe y gratitud, en cada Santa Misa, postrándonos ante su Presencia sacramental, la Sagrada Eucaristía, tanto interiormente, como exteriormente, arrodillándonos al recibirlo en la Comunión.
Que seamos como el samaritano agradecido y, al igual que él, expresemos nuestra fe y gratitud, en cada Santa Misa, postrándonos ante su Presencia sacramental, la Sagrada Eucaristía, tanto interiormente, como exteriormente, arrodillándonos al recibirlo en la Comunión.
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