(Domingo
XXVII - TO - Ciclo C - 2013)
"Si tuvierais fe como un grano de
mostaza, le dirías a la morera que se plante en el mar, y ella les
obedecería" (Lc 17, 3b-10). Jesús nos plantea, en este Evangelio,
no solo la fe, sino el poder de la fe: nos dice claramente que, si tuviéramos
una fe pequeña, simbolizada en el grano de mostaza, de muy pequeño tamaño,
podríamos ordenar a un árbol, por ejemplo, que se desarraigue del lugar en el
que se encuentra, y que se plante en el mar, y éste obedecería. No cabe duda
que, si alguien tuviera esa fe, poseería mucho poder, puesto que la naturaleza
le obedecería y cumpliría sus órdenes al pie de la letra y con toda prontitud.
Sin embargo, no cuesta mucho constatar que, al menos en lo que a nosotros nos
atañe, no somos los poseedores de una fe tan poderosa, puesto que, por mucho
que lo intentemos, no solo las moreras, sino cuanto árbol vemos por ahí,
continúan firmemente enraizados en sus lugares, sin la más mínima intención de
moverse, y mucho menos de plantarse en el mar.
Una vez que hemos constatado que
nuestra fe es mucho más pequeña que un grano de mostaza, puesto que las moreras
-y ningún otro árbol- no se mueven de su lugar, debemos elevar nuestros ojos a
Jesús y decir, como los discípulos en el Evangelio: "Señor, auméntanos la
fe", y Jesús, que no deja de escuchar nunca ninguna súplica, nos concederá
lo que le pedimos, y nos dará una fe infinitamente más fuerte y poderosa, con
una fuerza tan inmensamente más grande, que la fuerza necesaria para arrancar
una morera de raíz y trasplantarla en el mar, quedará reducida a casi nada.
¿De qué fe se trata? Si se lo pedimos,
Jesús nos dará la fe de la Iglesia, la fe según la cual Él no es un hombre más
como todos, "el hijo del carpintero", como decían los vecinos de su
pueblo natal, sino el Hombre-Dios, Dios Hijo hecho hombre sin dejar de ser
Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que procediendo eternamente
del Padre se encarnó en el tiempo en el seno virgen de María Santísima, para
cumplir la obra de la redención de los hombres, entregando su Cuerpo, su
Sangre, su Alma y su Divinidad en la Cruz, en el Calvario, y prolongar este don
en el Nuevo Monte Calvario, el altar eucarístico, ofreciéndose a sí mismo en
Persona en la Eucaristía.
Por la fe de la Iglesia, que nos da Jesús, creemos que
María, la Madre de Jesús, no es simplemente una agraciada doncella de Palestina que vivió y
murió virtuosamente hace dos mil años, sino que creemos que es la Madre de
Dios, la Mujer revestida de sol descripta en el Apocalipsis (cfr. 12, 1-17), la Mujer que en el Génesis aplasta la cabeza del dragón con su pequeño piececito de doncella (cfr. 3, 15), porque le ha
sido participado el poder divino y por eso, ante su solo Nombre, tiemblan de
terror y de espanto Satanás y el infierno entero.
Por la fe de la Iglesia, que
nos da Jesús, creemos que la Virgen es nuestra Madre celestial, que nos ha
adoptado en la persona de Juan al pie de la Cruz, cuando Jesús le encargó la
dulcísima tarea de adoptarnos como hijos suyos: "Mujer, he ahí a tu
hijo" (Jn 19, 27).
Por la fe de la Iglesia, que nos da Jesús, creemos que la Virgen,
que es Madre de Jesús y nuestra Madre, así como acompañó a su Hijo a lo largo
del Calvario, y estuvo con Él en su agonía y lo recibió una vez ya muerto y
esperó pacientemente hasta el Domingo de Resurrección, así también nos acompaña
a nosotros en el Calvario de la vida, ayudándonos a llevar nuestra Cruz, para
que unidos a la Cruz de Jesús, muramos al hombre viejo y seamos capaces de
nacer como hombres nuevos, vivificados con la vida de la gracia que brota del
Corazón traspasado de Jesús.
Por la fe de la Iglesia, que nos da Jesús, creemos
que la Misa no es un "evento social", como dice el Papa Francisco, sino la
renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, sacrificio por el cual
Jesús salva nuestras almas y nos concede la gracia de la filiación divina.
Por
la fe de la Iglesia, que nos da Jesús, tenemos entonces una fe mucho más fuerte que la necesaria para
arrancar una morera y plantarla en el mar, porque nuestra fe, que es la fe de
la Iglesia, hace bajar del cielo al Hijo de Dios hasta el altar eucarístico,
para quedarse en la Eucaristía, para que por la Eucaristía nos alimentemos con
su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
Por la fe de la Iglesia, nuestra fe es tan fuerte que, más que
arrancar una morera del suelo y llevarla al mar, nuestros corazones se arrancan
de la tierra y son llevados al cielo. Esto es lo que le tenemos que pedir a
Jesús: "Señor, danos la fe de la Iglesia".
No hay comentarios:
Publicar un comentario