(Domingo
XV - TO - Ciclo A – 2014)
“Un sembrador salió a sembrar…” (Mt 13, 1-23). Jesús mismo se encarga de explicar la parábola del
sembrador: la semilla que cae en el borde del camino y es comida por los
pájaros, es aquel que escucha la Palabra de Dios pero no alcanza a comprenderla
y antes de que la comprenda, el demonio logra, por medio de las tentaciones -las
“cosas vanas” de las que habla San Benito-, esto es, la soberbia, la pereza, la
ira, la gula, la avaricia, que la semilla, que es la Palabra de Dios, no llegue
ni siquiera a germinar mínimamente en el corazón. El alma de estas personas se
compara a las banquinas o bordes de las rutas y caminos muy transitados, en los
cuales no solo no crece nada que sea útil, ni para las personas ni para los
animales, sino que el circular por ellos es peligroso, debido al tráfico intenso, además de que el peligro de ser atropellado por los vehículos es muy alto. De la misma manera, así como
es peligroso transitar por estos caminos sin frutos y llenos de peligros, así es
peligroso el encuentro con las personas en cuyos corazones no está arraigada la
Palabra de Dios, porque el Pájaro Negro del Infierno, el Demonio, la ha
llevado, y en esos corazones sin Dios, no reina la bondad, sino la malicia y la
perversidad, aun cuando estas personas aparenten, por fuera, ser religiosas y
piadosas. Puesto que nosotros mismos podemos ser esas personas para con nuestros prójimos, debemos cuidarnos mucho para evitar ser este tipo de terrenos, en donde no fecunda la Palabra de Dios.
La semilla que cae en terreno pedregoso es aquel que acepta
la Palabra de Dios con alegría, pero cuando se enfrenta con un problema o una
tribulación, en vez de recurrir a la Palabra de Dios, que es en donde
encontrará la fortaleza y la sabiduría divina para sortear ese problema y esa
tribulación, deja de lado la Palabra de Dios, como si nunca la hubiera
conocido, cayendo en la tristeza o, peor aun recurriendo a falsas religiones, a
sectas, o a la Nueva Era. Se trata de todos aquellos que, habiendo comenzado a
hacer algo de oración, ya sea en algún grupo de meditación de la Biblia, o de
rezo del Rosario, cuando les surge un problema de mediana seriedad, ya sea a
nivel personal, laboral, o en la familia, esa persona se entristece y abandona
el grupo de oración, abandona la lectura de la Biblia, abandona los propósitos
que había hecho y deja de asistir a Misa, si es que había comenzado a hacerlo,
haciendo lo exactamente opuesto a lo que debía hacer, porque es precisamente en
la oración, en la Palabra de Dios, en el Rosario y en la Eucaristía, en donde
el alma encuentra la fuerza divina, la sabiduría y la luz celestial necesarias
para sobrellevar con paz y serenidad cualquier tipo de prueba y tribulación que
pueda sobrevenir. Estos corazones, dice Jesús, son como caminos pedregosos, en
los cuales no pueden crecer árboles, ni plantas, ni flores.
La semilla que cae entre las espinas, es aquel que escucha la
Palabra de Dios, pero la abandona por amor a las riquezas materiales, porque las espinas representan las riquezas materiales y los
problemas que se derivan de su posesión (hay que aclarar que no necesariamente se debe ser un millonario para estar atrapado por las riquezas materiales: se puede ser un mendigo, y al mismo tiempo, tener un corazón dominado por la codicia y la sed de posesión de bienes terrenos). Si un corazón no está debidamente
preparado, las riquezas materiales son un peligro insalvable para la vida
eterna, puesto que constituyen una causa segura de condenación eterna, porque
el dinero y la fortuna material, son verdaderos lazos del demonio, con los
cuales atenaza al corazón del hombre, y si este no recurre al auxilio de
Jesucristo crucificado, pidiendo que lo libere, concediéndole la gracia de la
pobreza de la cruz, el dinero, el oro y las posesiones terrenales, se
convierten en pesados lastres que encadenan al corazón humano y arrastran al
hombre hasta lo más profundo del infierno. Las espinas que ahogan a la semilla
que es la Palabra de Dios representan a las riquezas materiales, de ahí el
peligro de poseerlas sin un corazón purificado por el dolor y por la gracia
santificante, que permite desprenderse de ellas con generosidad en favor de los
más pobres, de manera tal que, en el momento de la muerte, esa persona, así
desprendida de ese lastre pesadísimo, pueda volar al cielo, abrazada a Cristo
en la cruz. Pero si una persona, en vez de abrazarse a Cristo pobre en la cruz,
se abraza a sus posesiones materiales, a su dinero y a su fortuna, en el
momento de la muerte, estas se volverán una pesadísima carga que no solo le
impedirá su ascenso al Reino de los cielos, sino que la hundirá en lo más
profundo del Averno, y esto se nota ya desde esta vida, y es esto lo que Jesús
nos quiere hacer ver por medio de este Evangelio: las riquezas materiales hacen
que el alma se olvide de la Biblia y de la Misa, del prójimo más necesitado y
de las obras de misericordia, y hace que se olvide de la vida eterna -y así el
demonio le hace creer, como dice Santa Teresa, que estos placeres le durarán
para siempre, olvidándose que algún día habrá de morir-, y así la Palabra de
Dios no puede dar frutos de santidad en sus corazones, y sus corazones se
vuelven como tierra seca, como la tierra arenosa del desierto, que está llena
de cactus espinosos.
Por último, la semilla que cae en un terreno fértil, en
donde germina y crece y da un árbol con frutos ricos y maduros, es el alma en
gracia que lee la Palabra de Dios y, como está en gracia y por lo tanto está
iluminada por el Espíritu Santo, la comprende, y como la Palabra de Dios es una
palabra viva, que da vida eterna a aquel que la lee, el alma adquiere una vida
nueva, una vida que antes no tenía, una vida que no es la vida suya, la vida
natural, la vida de creatura humana, sino la vida de hijo de Dios, y así el
alma, que ya vivía la vida de la gracia, al leer la Palabra de Dios, ve
acrecentada todavía más esta vida de gracia, y así esta alma comprende que
asistir a Misa no es asistir a un rito vacío, sino que es asistir a la
renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario; comprende que por la
confesión sacramental es Cristo quien le perdona sus pecados a través del
sacerdote ministerial; comprende que para salvarse debe hacer obras de
misericordia, porque de lo contrario su fe, sin obras, es una fe muerta;
entiende que debe llevar la cruz de todos los días, porque la cruz es el camino
que la conduce al cielo; comprende que debe amar a Dios y a su prójimo como a
sí mismo y que si quiere llegar al cielo, debe rezar el Rosario y que el rezo
del Rosario la ayudará a ser como la Virgen y como Jesús.
Esta
alma es la que produce frutos del cien, del sesenta, o del treinta por uno, como
dice Jesús. Estos corazones en gracia son los que se parecen a jardines
hermosos, llenos de flores y de árboles de todo tipo, cargados de frutos
exquisitos.
¿Y
de qué depende, de cómo sea nuestro corazón?
Depende
de la libertad de Dios y de nuestra libertad: de la libertad de Dios, porque
Dios es libre para ofrecernos su gracia, que es la que convierte nuestros
corazones en un jardín, y nos la ofrece, gratuita y libremente, en Cristo
Jesús.
De
parte nuestra, depende cómo será nuestro corazón, si libremente elegimos vivir sin
la gracia de Dios, sin confesarnos, sin comulgar, sin rezar, sin hacer obras
buenas, y apegados a las riquezas terrenas y a los atractivos del mundo, y así
nuestros corazones serán como terrenos áridos, desérticos, llenos de plantas
espinosas y sin frutos, o también podemos elegir vivir en gracia, confesarnos
frecuentemente, para comulgar en gracia, rezar, obrar la misericordia, para
acompañar la fe con las obras, y así nuestros corazones serán como jardines
florecidos, en donde la semilla de la Palabra, sembrada por el Sembrador, que
es Dios Padre, dará hermosos frutos de santidad.
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