miércoles, 16 de julio de 2014

“Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados, que Yo los aliviaré”


“Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados, que Yo los aliviaré” (Mt 11, 28-30). Jesús ofrece su ayuda a todos aquellos que estén en el extremo de sus fuerzas, a todos aquellos que estén “afligidos y agobiados”, aunque, como esta ayuda la ofrece desde la cruz, no se ve de qué manera pueda hacerla efectiva, puesto que en la cruz, Él mismo está suma y máximamente afligido y agobiado. Sin embargo, Jesús ni dice ni ofrece nada en vano: Él es el Hombre-Dios y si dice es que puede hacerlo, aun cuando Él esté en la cruz, porque Él es Dios omnipotente, y Él puede, aun en esa extrema condición de debilidad, es decir, en esa condición de crucificado, auxiliar a toda la humanidad que está afligida y  agobiada. Pero Jesús pone una condición que hace parecer aun más imposible su ayuda, porque pone como requisito –y esta vez, indispensable, de manera tal, que si no se cumple, no hay auxilio posible-, el que cada uno lleve su cruz: “Carguen sobre ustedes mi yugo (…) porque mi yugo es suave y mi carga liviana”. La condición que pone Jesús para que el que está afligido reciba su ayuda, hace parecer todavía más paradójica e imposible la ayuda: quien quiera recibir consuelo y auxilio de parte de Jesús, debe cargar la cruz de Jesús, lo cual, a primera vista, parecería que solo haría aumentar la aflicción y el agobio, porque Jesús en la cruz sufre aflicción y agobio. Sin embargo, Jesús dice que “su yugo”, es decir, “su cruz”, es “suave” y “su carga, liviana”, porque a pesar de que la cruz es de madera y es pesada, Él es el Hombre-Dios y sobre Él, sobre sus espaldas, soporta el peso de los pecados de toda la humanidad, de todos los hombres de todos los tiempos, y por eso la cruz es liviana para quien acepta llevarla, porque es Él en realidad quien la lleva por todos y cada uno de nosotros. Quien acepta llevar la cruz de Jesús, lo que hace en realidad, es descargar sobre Él, sobre las espaldas del Hombre-Dios, todo el peso de sus pecados, para que Él los lave y los haga desaparecer para siempre, borrándolos por medio de la acción purificadora de su Sangre, que es la Sangre del  Cordero de Dios.

“Vengan a Mí los que estén afligidos, y agobiados que Yo los aliviaré”. Desde la cruz, Jesús ofrece a todos su auxilio divino, para quienes estén agobiados por el peso de sus pecados y por sus tribulaciones, pero la condición y el requisito indispensable para recibir este auxilio es que cada uno cargue a su vez con su yugo, que es su cruz, porque es Él quien la carga por nosotros: nuestra cruz, la cruz de cada uno, está contenida en su cruz y por eso nuestra cruz es liviana; por el contrario, quien rechaza el auxilio divino que ofrece Jesús, no tiene otra opción que quedar aplastado por el insoportable peso de sus pecados y tribulaciones, para siempre, sin posibilidad alguna de redención. 

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