sábado, 5 de julio de 2014

“Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados"




(Domingo XIV - TO - Ciclo A – 2014)
         “Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados (…) Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de Mí porque soy paciente y humilde de corazón y así encontrarán alivio” (Mt 11, 25-30). Jesús promete, a todos los que estén “afligidos y agobiados”, que “obtendrán alivio”; la condición es “acercarse a Él”, “cargar su yugo” y “aprender de Él”, que es “paciente y humilde de corazón”. Puesto que las promesas que Jesús hace, las hace desde la cruz, alguien podría preguntarse cómo es posible que Jesús pueda conceder alivio si Él en la cruz está crucificado, y en la cruz no hay precisamente alivio, porque la cruz es un lugar de tortura; alguien podría preguntarse, si cómo es posible que, cargando la cruz de Jesús, se pueda encontrar alivio, puesto que la cruz es de madera, y el leño es muy pesado. Alguien podría decir, por lo tanto, que Jesús promete algo que parece imposible. Sin embargo, Jesús no promete nada imposible y cuando Jesús dice desde la cruz: “Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados (…) Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de Mí porque soy paciente y humilde de corazón y así encontrarán alivio”, es porque literalmente, quien acuda a Él, afligido y agobiado, y cargue su cruz, y quien aprenda de Él a sobrellevar la cruz con paciencia y humildad de corazón, encontrará alivio, y esto Jesús lo puede hacer, y de hecho lo hizo, lo hace y lo hará, hasta el fin de los tiempos, porque Él es el Hombre-Dios, que con su omnipotencia convierte todo y todo lo transforma, todo “lo hace nuevo”, como dice el Apocalipsis[1], y una de las cosas que hace nuevas, es el dolor y el sufrimiento humano, al cual lo transforma en salvífico y redentor, cuando es unido a su dolor en la cruz. Jesús lo hizo con todos los santos de la historia; lo hace con todo aquel que se acerque a Él, que está en la cruz, y lo hará con todos los que se le acerquen, hasta el fin de los tiempos, porque Jesús cambia, transmuta, con su poder divino, al dolor humano, por alegría, por paz, por serenidad, en la cruz. Pero es necesario que el hombre se acerque a Él en la cruz, y toque sus llagas y bese sus llagas y adore su Sangre y bese su Sangre y se deje bañar por su Sangre, que es la Sangre del Cordero de Dios. Cuando el hombre hace esto, la Sangre del Cordero, que contiene al Espíritu Santo, ingresa en el lo más profundo del ser del hombre con la gracia divina, quitando de raíz todo mal, toda perversidad, toda escoria, y concediéndole la gracia santificante, haciéndolo nacer a la vida nueva de los hijos de Dios, haciéndolo partícipe de la filiación divina, haciéndolo ser hijo adoptivo de Dios, con la misma filiación divina con la cual el Hijo de Dios es Hijo de Dios desde la eternidad, y por lo tanto, haciéndolo ser partícipe también de su Pasión y de su misterio pascual de muerte y resurrección. Si el hombre se deja bañar con la Sangre de Cristo crucificado, participa de su Pasión y así su dolor se convierte en salvífico, y luego su muerte se convierte en un paso hacia la resurrección, hacia la vida eterna, hacia la eterna bienaventuranza, como lo fue la muerte de Cristo, porque si participa en la Pasión y en la cruz de Jesús, también participa luego de su Resurrección y de su gloria. Y es en esto en lo que consiste el "alivio" que promete Jesús, y no en la curación instantánea, o en la sanación o en el resolverse de los problemas.
Es por eso que la Liturgia de las Horas dice, en las Preces de las Vísperas del IIo Domingo del Tiempo Ordinario, en su Semana Décimo Cuarta: “Que los fieles vean en sus dolores, la participación a la Pasión de tu Hijo”. A partir de Jesús, los dolores del hombre, sean morales, espirituales o físicos, si son unidos a la cruz de Jesús, adquieren un valor infinito, porque se convierten en dolores salvíficos, tanto para la persona, como para sus queridos, y para muchos otros hermanos suyos, que solo Dios conoce. Esto es en sí mismo ya un alivio, porque el saber que el dolor es salvífico, constituye un alivio para el alma que sufre, porque quien sufre sabe que su dolor no es en vano, sino que sabe que, unido al dolor de Cristo en la cruz, adquiere un valor infinito, un valor que solo Dios conoce y aprecia, porque se convierte, por así decirlo, en el dolor mismo de Dios, un dolor de cruz que, por la cruz, salva a muchos de la eterna condenación.
“Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados (…) Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de Mí porque soy paciente y humilde de corazón y así encontrarán alivio”. Aun cuando los dolores, sean morales, espirituales o físicos, no cesen en esta vida, sino, paradójicamente, aumenten hasta el instante último de la vida, cuando son unidos a Cristo crucificado, obtienen alivio para el alma, porque el alma sabe que, uniendo su dolor a Cristo crucificado, salva su propia alma y la de muchos de sus hermanos, y ése es un alivio celestial, un alivio que nadie en la tierra puede conceder. Ésta es la razón por la cual Jesús, en la cruz, aun cuando parece que no puede conceder alivio, concede un alivio que nadie puede dar sino Él, que es Dios crucificado y que desde la cruz, nos conduce al cielo cuando, arrodillados, abrazamos y besamos sus pies clavados en la cruz.




[1] Cfr. 21, 5.

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