(Solemnidad de Corpus Christi - Ciclo B - 2015)
La Iglesia enseña que Jesús, el Hombre-Dios, en la Última Cena, “antes de
pasar de este mundo al Padre” (Mt 16,
19), al haber llegado “su Hora” del “paso” de esta vida terrena a la vida
eterna, movido por su Amor, sabiendo que partía a la Casa del Padre, quiso quedarse
con nosotros, y para eso instituyó el sacerdocio ministerial, ordenando a sus
Apóstoles sacerdotes, e instituyó la Eucaristía, convirtiendo el pan y el vino
en su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Es decir, la Iglesia nos
enseña que Jesús, antes de su Pascua, antes de su “paso” de esta vida a la vida
de gloria con el Padre, instituyó la Eucaristía, anticipando el Jueves Santo, en
la Última Cena, lo que habría de hacer el Viernes Santo, en el Sacrificio de la
Cruz: entregar su Cuerpo y derramar su Sangre, solo que en la Última Cena
entregó su Cuerpo de modo incruento y sacramental en la Hostia y vertió su
Sangre, también de modo incruento y sacramental, en el Cáliz.
Esto es lo que la Iglesia llama “Transubstanciación”, es decir, la conversión
de las substancias del pan y del vino en las substancias glorificadas de su
Cuerpo y de su Sangre, su Alma y su Divinidad. Jesús realizó en la Última Cena
la Primera Eucaristía, y ordenó sacerdotes ministeriales a sus Apóstoles,
dándoles la orden de que hicieran lo que Él hizo “en memoria suya”, “hasta que
Él vuelva”; es decir, Jesús ideó la manera de quedarse en medio nuestro, a
través de la Santa Misa y por medio del sacerdocio ministerial, que convierte
las ofrendas muertas del pan y del vino en las substancias gloriosas del Cuerpo
y la Sangre de Jesús.
De esta manera, Jesús se hace Presente, en nuestro tiempo, con su Cuerpo
glorificado, con su Alma glorificada, con su Persona Divina, tal como Es Él en
la eternidad, sólo que se hace Presente en nuestro tiempo, en nuestro aquí y
ahora, oculto bajo el velo sacramental eucarístico, puesto que no lo vemos tal
cual es, sino que lo que vemos son las especies eucarísticas del pan y del vino;
sabemos por la fe que la Eucaristía ES Jesús con su Cuerpo, su Sangre, su Alma
y su Divinidad, pero no lo vemos con los ojos del cuerpo; sí lo vemos, podemos
decir, con los ojos de la fe.
Es el “misterio de la fe”[1] que proclama la Santa
Iglesia, con estupor, con sagrado asombro, con amor, luego de la consagración,
en cada Santa Misa, para goce y disfrute de los hombres: luego de la
consagración: "el misterio de la fe" consiste en que las simples y humildes materias inertes del pan y del vino, se
han convertido, por la omnipotencia del Espíritu de Dios -que ha obrado a
través de la débil voz del sacerdote ministerial, al pronunciar las palabras: “Esto
es mi Cuerpo… Esta es mi Sangre”, el milagro de la Transubstanciación, la
conversión de las substancias inertes del pan y del vino-, en las substancias
gloriosas de la Humanidad glorificada del Señor Jesús –Cuerpo y Alma
glorificados-, unida hipostáticamente, personalmente, a la Persona Divina del
Verbo de Dios.
En otras palabras, cuando la Iglesia, a través del sacerdote ministerial,
luego de la consagración, dice: “Éste es el misterio de la fe”, está
proclamando el milagro más asombroso de todos los milagros, el Milagro de los
milagros, la Transubstanciación, milagro por el cual la materia sin vida del
pan y del vino, se convierten en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad
de Nuestro Señor Jesucristo, el milagro por el cual, el Cordero del Apocalipsis, adorado en los cielos por ángeles y santos, se hace Presente real, verdadera y substancialmente, en el altar eucarístico, para ser adorado por nosotros, simples mortales.
Sin embargo, debido a que se trata, precisamente, de un milagro tan absolutamente
grandioso, que supera tan infinitamente nuestra capacidad de comprensión, y
debido a que, incluso las explicaciones teológicas son tan insuficientes para un
misterio tan sublime y para tanta grandeza obrada en el altar, Dios mismo
decidió hacer un milagro, para que nos diéramos al menos una pálida idea de lo
que Él obra en el altar por Amor a nosotros y es el milagro eucarístico de
Bolsena, que dio origen a la Solemnidad de “Corpus Domini” o “Corpus Christi”.
Este milagro eucarístico, llamado el “Milagro de Bolsena” se produjo en la
ciudad italiana de Bolsena, en el verano de 1264[2], y sucedió de la siguiente
manera: un sacerdote de Bohemia, llamado Pedro de Praga, regresaba de Italia luego
de haber obtenido una audiencia con el Papa Urbano IV; en el camino de regreso se
detuvo en Bolsena, donde celebró la Misa en la iglesia de Santa Cristina. Como
dato a tener en cuenta, este sacerdote tenía muchas dudas de fe acerca de la
Presencia real de Nuestro Señor en la Eucaristía. Al llegar al momento de la
consagración, mientras Pedro de Praga pronunciaba las palabras que permiten la
transubstanciación, sucedió el milagro, del que nos ha llegado la siguiente descripción,
la cual traducimos literalmente[3]: “De pronto, aquella
Hostia apareció visiblemente como verdadera carne de la cual se derramaba roja
sangre, excepto aquella fracción que tenía entre sus dedos, lo cual no se crea
sucediese sin misterio alguno, puesto que era para que fuese claro a todos que
aquella era verdaderamente la Hostia que estaba en las manos del mismo
sacerdote celebrante cuando fue elevada sobre el cáliz”. Continúa el relato: “La
sangre que brotaba de la Hostia manchó el corporal –el lienzo que se extiende
en el altar para poner sobre él la patena y el cáliz-. Al sacerdote le faltaron
las fuerzas para continuar la Misa. Envolvió la Hostia en el corporal y la
llevó a la sacristía. Durante el recorrido, algunas gotas de sangre cayeron
sobre el pavimento y los escalones del altar, y se conservan hasta hoy día. Gracias
a este milagro, el Señor fortificó la fe de Pedro de Praga, sacerdote de
grandísima piedad y moral, pero que lamentablemente dudaba de la real presencia
de Cristo velado en las Especies, es decir, en las apariencias sensibles del
pan y del vino. La noticia del Milagro se difundió inmediatamente, y tanto el
Papa como santo Tomás de Aquino pudieron verificar el milagro. Luego de un
atento examen, Urbano IV no sólo aprobó su autenticidad, sino también decidió
que el Santísimo Cuerpo del Señor fuese adorado a través de una fiesta
particular y exclusiva”[4].
Fue así como el milagro de Bolsena dio origen a la Fiesta del “Corpus
Domini” para la Iglesia Universal, el cual fue un milagro del cielo, milagro por
el cual Dios mismo quería hacernos ver, con los ojos del cuerpo, aquello que
debemos contemplar con los ojos de la fe.
En otras palabras, lo que sucedió en Bolsena, y que pudo ser visto con los
ojos del cuerpo, es lo que sucede en cada Santa Misa y aunque no puede ser
visto con los ojos del cuerpo, sí puede ser contemplado con los ojos de la fe:
el pan, por el poder de Jesús que pasa a través de la voz del sacerdote
ministerial, se convierte en la Carne de Jesús, en su Sagrado Corazón
traspasado, del cual brota Sangre, y esta Sangre fue la que, manando abundante
del Corazón de Jesús, cayó sobre el corporal y sobre el pavimento,
manchándolos. Ése es el sentido del milagro de Bolsena: que sepamos que, en
cada Santa Misa, Jesús se hace Presente, por el milagro de la
Transubstanciación, real y verdaderamente, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y
su Divinidad y también con todo el Amor Eterno de su Sagrado Corazón.
Sin embargo, en la Santa Misa hay una diferencia con el milagro de Bolsena:
en el milagro de Bolsena, la Sangre de Jesús, que brotó milagrosamente de la
Carne aparecida en el lugar de la Hostia, se derramó sobre el corporal y el
pavimento y quedó allí impresa, hasta el día de hoy, como reliquia; en la Santa
Misa, la Sangre de Jesús, que aparece milagrosamente por la Transubstanciación,
de la Carne Eucarística, quiere caer, no sobre el corporal, ni sobre el
pavimento, para quedar como una reliquia inerte, sino que quiere derramarse
sobre los corazones de los hijos de Dios, para colmarlos con la Vida Eterna y
para llenarlos con el Fuego del Divino Amor.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Es así que decidió extender la fiesta del Corpus Domini, hasta ese momento
únicamente fiesta de la diócesis de Liegi, a toda la Iglesia Universal,
mediante la Bula “Transiturus de hoc mundo ad Patrem”. En ella, se expone la
razón de la importancia de la Eucaristía: la presencia real de Cristo en la
Hostia.
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