“Den
al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios” (Mc 12, 13-17). Los fariseos y herodianos
buscan tenderle una trampa a Jesús, para lo cual, le presentan una moneda que
lleva grabada la efigie del César y le preguntan “si es lícito pagar o no los impuestos”.
Con su sabiduría divina, Jesús no solo evade la trampa, sino que los encierra a
ellos mismos en su propia trampa, al tiempo que nos deja una enseñanza válida
para esta vida y para la vida eterna: “Den al César lo que es del César, y a
Dios, lo que es de Dios”. La moneda, es decir, el dinero, es del César, y es
por eso que lleva su efigie; por lo tanto, hay que dar “al César, lo que es del
César”: puesto que el César representa el mundo y el poder mundano, al mundo
hay que darle –en el sentido de despojarse de éste- el dinero y todo lo que el
dinero representa: poder, éxito, riquezas terrenas, influencias. Eso le pertenece
“al César”, al mundo, y eso hay que dárselo al mundo, en el sentido de no
quedárnoslo nosotros; hay que dárselo al César, porque es del César.
La
otra parte de la respuesta de Jesús, completa y profundiza el sentido de la
primera parte: “a Dios, hay que darle lo que es de Dios”. ¿Qué le pertenece a
Dios? A Dios le pertenece nuestro ser, nuestra alma, nuestro corazón, porque Él
es nuestro Creador, nuestro Redentor, nuestro Santificador.
A
Dios Uno y Trino hay que darle, entonces, el corazón, el alma, el ser, porque a
Él le pertenecen, por ser Él nuestro Dueño y Señor, y es por eso que debemos
darle cuanto antes lo que le pertenece -todo lo que somos y tenemos-, para que
empezando a poseer de nosotros, que somos su propiedad, en el tiempo, sigamos
siendo de su propiedad y pertenencia en el Reino de los cielos, por la
eternidad. Y lo que somos y tenemos, que es de Dios, se lo damos por intermedio
de las manos y del Inmaculado Corazón de María.
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