(Domingo
XIII - TO - Ciclo B – 2015)
“Niña, Yo te lo ordeno, levántate” (Mc 5, 21-24. 53-43). Acude a Jesús el jefe de la sinagoga, llamado
Jairo, cuya pequeña hija agoniza, para pedirle que vaya a sanarla. Jesús accede
al pedido, pero cuando llegan, la niña ya ha muerto, y es por eso que le dicen
a Jairo: “Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?”. Sin
embargo, Jesús, a pesar de que la niña está efectivamente muerta, ingresa al
lugar donde la están velando, acompañado de Santiago, Pedro y Juan. Un hecho da
pie para objetar en contra de que la no niña haya estado muerta, sino todavía agonizando, o
ni siquiera estuviera agonizando, sino que tuviera alguna enfermedad de la cual
se recuperó en forma coincidente con la llegada de Jesús, es la reacción de los
circunstantes, que están alrededor del cadáver de la niña, ya en actitud de
velarla, cuando Jesús dice: “La niña no está muerta, sino que duerme”: todos
los que están alrededor de la niña, reaccionan riéndose de Jesús, lo cual
indica que, para ellos, era obvio que la niña ya estaba efectivamente muerta. En
otras palabras, que la niña haya estado efectivamente muerta, se desprende de
las declaraciones de los amigos del jefe de la sinagoga, del hecho de que ya la
estén velando y de que, al decir Jesús de que “solo duerme”, se rían de Él,
pues es evidente, para ellos, que no duerme, sino que está verdaderamente muerta.
Con esto, se descarta un posible caso de error y de que la niña no hubiera
estado muerta al momento de la llegada de Jesús y se acrecienta la magnitud del
milagro que Jesús está por hacer.
Haciendo
caso omiso de quienes se ríen de Él, Jesús ingresa a la sala donde la están
velando a la niña, acompañado de Pedro, Santiago y Juan. Una vez delante del
cadáver de la niña, Jesús le dice: “Niña, Yo te lo ordeno, levántate”, y la
niña, recuperando la vida, se incorpora de su lecho, “llenando a todos de
asombro”. ¿Qué es lo que ha sucedido? Se ha producido un milagro, de resurrección
corporal, aunque para la vida terrenal, porque la niña resucita, vuelve a la
vida, pero para esta vida; no se trata todavía, obviamente, de la resurrección
final. El milagro se ha producido porque, ante el mandato de Jesús, la niña se
incorpora debido a que obedece a la voz de su Creador; es la poderosísima voz
de Jesús la que, trayendo su alma, que ya se había separado de su cuerpo y se
encontraba en la región de los muertos –con toda probabilidad, en el limbo de
los justos del Antiguo Testamento- la une nuevamente a su cuerpo, permitiendo
que su alma comience de nuevo a animar, a dar vida al cuerpo. Es decir, el alma
de la niña ya se había separado de su cuerpo –en eso consiste la muerte, desde
el punto de vista metafísico-, por lo que la niña ya había perdido su unidad
substancial de cuerpo y alma y estaba muerta, con su cuerpo frío y yaciendo en
la tierra, por un lado, y el alma, separada del cuerpo, por otro, y esto, sin
posibilidad alguna de que pudieran volver a unirse, porque el único en grado de
volver a unir al alma con el cuerpo, es decir, de re-animar el cuerpo para que
éste tenga la vida que le da el alma, es su mismo Creador. Y es esto lo que
hace Jesús al ordenarle a la niña: “Niña, Yo te lo ordeno, levántate”: puesto
que Jesús es Dios, es su voz poderosísima la que trae al alma de la niña de la
región de los muertos y la une al cuerpo, volviéndola a la vida terrena. Este hecho
es algo sobrenatural, porque sobrepasa las fuerzas de la naturaleza; lo
natural, en el caso de la muerte, es que el alma y el cuerpo se separen
definitivamente, dando así lugar a la pérdida de la unidad substancial de la
persona humana, constituida por cuerpo y alma y debido a que se trata de un
hecho sobrenatural, es un milagro, y es el hecho más destacado del pasaje evangélico.
Sin embargo, a pesar de lo maravilloso que pueda parecer –y realmente lo sea-
este milagro, es nada en comparación con la resurrección corporal al fin de los
tiempos, en el que el alma, glorificada, se unirá al cuerpo, para comunicarle
de su gloria, para capacitar a los bienaventurados al ingreso en el Reino de
los cielos. Este milagro de la hija del jefe de la sinagoga es, por lo tanto, una
prefiguración de la resurrección corporal, la que habría de obtenernos Jesús
con su sacrificio y muerte en cruz, la cual sucederá, para toda la humanidad,
al final de los tiempos, cuando Jesús lo ordene con su voz.
El
otro hecho destacado del pasaje evangélico es que Jesús ingresa acompañado por
Pedro, Santiago y Juan, los mismos discípulos que luego serán testigos de la
Transfiguración en el Monte Tabor, anticipo a su vez de la resurrección. No es
casualidad que los mismos testigos de la resurrección corporal de la hija del
jefe de la sinagoga, sean los mismos testigos de la Transfiguración en el Monte
Tabor: es para que también sepan, por anticipado, la gloria que les espera a
quienes le son fieles a Él en el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis. Ellos –Pedro, Santiago y
Juan- han contemplado un milagro de resurrección corporal, para la vida
terrena; cuando vean a Jesús transfigurado en el Tabor, comprenderán que Él es
el Dios de la Vida y de la Gloria, que los hará resucitar también
corporalmente, al fin de los tiempos, pero para la vida eterna, para darles de
su gloria y de su vida divina. Ésa es la razón por la cual Jesús lleva como
testigos a Pedro, Santiago y Juan, los mismos testigos del milagro de la
Transfiguración en el Monte Tabor, para que todos sepan que Él es el Dios
Viviente, el Dios de la gloria, el que habrá de resucitar a los muertos al fin
de los tiempos, y dará a cada uno lo que cada uno mereció con sus obras, el
cielo o el infierno.
“Niña,
Yo te lo ordeno, levántate”. En este Evangelio, la Iglesia celebra por lo tanto
doblemente la vida, porque el Dios de la Vida, el Dios Viviente, Jesucristo, trae
de la muerte a la vida a una niña, pero solo como una prefiguración de lo que
Él habrá de hacer, al final de los tiempos, con toda la humanidad: así como dio
vida a la niña, trayendo su alma de la región de los muertos, así al final de
los tiempos, en el Día del Juicio Final, Jesucristo dirá a la humanidad toda: “Humanidad:
Yo te lo ordeno, levántate’, y todos los muertos resucitarán para el Juicio
Final, aunque unos para la salvación y otros para la condenación eterna. Es por
eso que, el hecho de que Jesús resucite a una niña, si bien es un milagro
portentoso, es en realidad nada en comparación con lo que Él hará en el Día del
Juicio Final, en el que ordenará no a una niña recién muerta a la vida terrena,
que vuelva a vivir a la vida terrena, sino que ordenará a toda la humanidad
yaciente, que se levante y comparezca ante Él, para que Él sea el Juez Justo de
sus actos.
“Niña,
Yo te lo ordeno, levántate”. El Evangelio dice que “todos quedaron llenos de
asombro” luego del milagro de la resurrección corporal de la hija del jefe de
la sinagoga; también nosotros, por lo tanto, deberíamos asombrarnos ante este
prodigio de Jesús y deberíamos asombrarnos mucho más, al tener en perspectiva
la resurrección corporal, al fin de los tiempos, que Él realizará, y además de
asombro, debería llenarnos de alegría, porque la alegría de la Resurrección de
Jesús es lo que debe colmar la vida del cristiano. Sin embargo, mucho más
debería asombrarnos otro milagro, un milagro infinitamente más grandioso, que
sucede delante de nuestros ojos, cotidianamente, en la Santa Misa, el milagro
por el cual Jesús no vuelve a la vida al cuerpo inerte de una niña, ni de toda
la humanidad, sino que convierte, a unas substancias inertes, muertas, sin
vida, las del pan y el vino, en las substancias gloriosas de su Cuerpo, Sangre,
Alma y Divinidad, la Eucaristía. Es decir, si saber, como lo sabemos por el
Evangelio, que Jesús da la vida a los muertos y que resucitará a toda la
humanidad al fin de los tiempos, y eso debería causarnos gran alegría y
asombro, mucha mayor alegría y asombro debería causarnos el saber que Jesús da
la vida, su vida gloriosa y resucitada, a unas substancias muertas, inertes,
convirtiéndolas en las substancias gloriosas de su Humanidad unida a su
Divinidad, la Eucaristía. Este, el Milagro de los milagros, la
Transubstanciación, por el que el pan y el vino se convierten en el Cuerpo, la
Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, un milagro que
supera infinitamente a la resurrección de un muerto y a la resurrección de la
humanidad, debería ser lo que colmara nuestros días terrenos de asombro y de
alegría.
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