El Demonio siembra la cizaña, el deseo del mal, en el mundo.
“Explícanos
la parábola de la cizaña en el campo” (Mt
13, 36-43). Para interpretar a la parábola, no debemos recurrir a ningún autor
humano: en la parábola de la cizaña, es el mismo Señor quien da la
interpretación: el que siembra la cizaña, es el Demonio; la cizaña son los que
pertenecen al Demonio; el campo es el mundo; el que siembra la buena semilla es
el Hijo del hombre; los cosechadores son los ángeles; la separación entre
buenos y malos, de forma definitiva, es el fin del mundo, cuando Él mismo, en
persona, venga a juzgar a buenos y malos.
Una
cosa nos queda bien clara en esta parábola, y es el hecho de que el Demonio,
como bien lo explica Nuestro Señor, es una entidad maligna, personal,
espiritual; es un ser que es persona, puesto que actúa con inteligencia y
voluntad -y eso es lo que caracteriza a una persona, sea Divina, angélica o
humana-, que actúa deliberadamente para destruir y arruinar -si le fuera
posible, para siempre- la Obra de Dios, que es el hombre. Tal como Jesús lo
desenmascara en la parábola, el Demonio actúa con inteligencia y voluntad, aunque
con ambas potencias angélicas, dominadas y pervertidas por el mal, puesto que
su accionar es perverso, desde el momento mismo en que persigue destruir la
Obra de Dios en el mundo, sembrando el mal entre los hombres y haciendo lo
opuesto a lo que hace Dios: mientras Dios siembra la “buena semilla”, que es su
gracia santificante en las almas de los hombres, lo que da como fruto la
santidad y el hombre santo, así el Diablo siembra en el corazón humano su
semilla, la cizaña, el deseo del mal, lo que se traduce en obras malas,
volviendo al hombre malo y convirtiéndolo en su obra, la cizaña.
La
siembra de Dios en el alma, su gracia santificante, da como fruto la santidad
del alma y es esto lo que sucede con los santos: los santos son santos porque
han dejado germinar y fructificar la semilla de Dios, la gracia, por la cual el
alma se vuelve santa al inhabitar en ella la Trinidad, y esta santidad se
demuestra con las obras: “El hombre bueno –santo-, del buen tesoro de su
corazón saca lo que es bueno” (Lc 6,
45ª). Las obras de los santos son buenas y santas porque en ellos inhabita el
Hijo del Padre, siendo Él el que obra a través de su Espíritu las obras santas.
El
demonio, llamado “la Mona de Dios” -puesto que en todo lo imita a Dios, pero lo
hace todo mal- siembra también su “mala semilla” que es la cizaña, la apetencia
y la atracción por el mal, y el fruto de esta mala semilla son las obras malas,
el pecado, convirtiendo así al hombre en un pecador obstinado, empedernido: “El
hombre malo –pecador-, del mal tesoro saca lo que es malo; porque de la
abundancia del corazón habla su boca” (Lc
5, 45b). Con el deseo del mal sembrado en el corazón, el Demonio potencia y
fija en el mal todo lo malo que “brota del corazón del hombre”[1],
haciéndolo partícipe de su rebelión y maldad demoníacas.
Esto
nos hace ver, por lo tanto, que erran por completo los teólogos que quieren ver
en el Demonio sólo “un mal difuso”, puesto que el Demonio es un ser personal, un
ángel caído, que posee su naturaleza angélica, pero que ha perdido la gracia
santificante con la que fue creado, por libre determinación y así se ha convertido
voluntariamente en un ser espiritual maligno, “pervertido y pervertidor”[2]. Erran
también por completo quienes atribuyen a Dios Trino la causa de sus males:
Dios, como enseña Santo Tomás, sólo “permite el mal” y nunca lo causa, y si lo
permite, es porque con su omnipotencia y sabiduría infinitas, sacará un bien
infinito, de ese mal permitido.
Ahora
bien, como lo explica Nuestro Señor, esta acción del Demonio, de “sembrar
cizaña”, es debido a la permisión divina y la misma durará sólo hasta que el mismo
Jesús, en unión con el Padre y el Espíritu, diga: “El tiempo se terminó” y dé inicio al Juicio
Final.
Por
el momento, es el Demonio quien siembra la cizaña, mientras “los cosechadores
duermen”: se refiere al tiempo actual, en el que la actividad del Demonio y sus
ángeles caídos es intensa, mientras que los ángeles buenos “duermen”, en el
sentido de que no actúan porque todavía no llegó el tiempo. Solo al fin del
mundo, cuando el Dueño del campo llegue –Él mismo, el Hombre-Dios, quien
llegará como Justo Juez-, “despertará a los cosechadores” –es decir, permitirá
que los ángeles buenos detengan el obrar de los ángeles malos- y estos,
separando a la cizaña del trigo, quemarán la cizaña y separarán la buena
semilla, para conducirla al Reino de los cielos: en el Día del Juicio Final,
los ángeles buenos separarán a los hombres malos de los buenos, para que cada
uno reciba lo que mereció con sus obras: a los buenos, les dará el cielo,
mientras que a los malos, la “eterna condenación”[3],
la que buscaron y merecieron con sus obras malas, despreciando y rechazando la
salvación, la única salvación, dada “en el Nombre de Jesús” (Hch 4, 12).
[1]
Cfr. Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23: “Es del corazón del hombre de donde salen
toda clase de males: las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los
homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las
deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino”.
[2] Tal como lo han enseñado los
Papas en su magisterio, incluido el actual Papa Francisco.
[3] Cfr. Misal Romano, Plegaria
Eucarística I, en donde la Iglesia pide a Nuestro Señor, que está por
consumar su sacrificio en la cruz, que por el mismo, renovado de modo incruento
en el altar eucarístico, nos libre de la “eterna condenación”.
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