(Domingo
III - TA - Ciclo C – 2015 – 16)
“Yo los bautizo con agua, pero el que viene detrás de mí,
los bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Lc
3, 2-3. 10-18). Juan el Bautista predica en el desierto, llamando a la
conversión del corazón, y bautiza, como signo de la nueva condición de vida del
alma: así como el agua limpia y purifica, al arrastrar la suciedad que se
encuentra sobre un objeto, así la disposición nueva del corazón, decidido a no
cometer pecados, es como el agua que arrastra lo que está manchado y sucio. Pero
el mismo Bautista lo aclara: su bautismo es sólo de agua, es decir, es un
bautismo que no llega a la raíz más profunda del ser; es un bautismo meramente
de deseo, en el que la persona que se bautiza, recibe el agua solo como un mero
símbolo de la disposición interior del corazón de vivir en la Ley de Dios y no
bajo el pecado. Es un bautismo, pero meramente moral, porque no incide en la
raíz profunda, metafísica, del ser; no incide en el acto de ser del hombre y
tampoco lo hace partícipe de la naturaleza divina. En cambio, Jesús bautizará
con un bautismo que llegará hasta la raíz más profunda del ser del hombre, el
acto de ser, lo que hace que la esencia “hombre” se actualice, y cuando el
bautismo de Jesús llegue a lo más profundo del ser, esto hará que el alma
comience a participar de la vida misma de Dios, porque no se trata justamente
de un mero bautismo moral, como el de Juan, sino un bautismo real,
sobrenatural, en donde lo que será purificado no será el cuerpo, como cuando el
agua cae sobre el cuerpo, sino el corazón, y lo que hará que el corazón quede
purificado, no será el agua, sino el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios,
insuflado por Jesús, Espíritu que es Fuego de Amor Divino. Por acción del
bautismo de Jesús con el Espíritu Santo, el corazón humano queda no solo
purificado del pecado, sino que queda imbuido y penetrado por la gracia
santificante, que es participación a la vida divina.
Este hecho –que Jesús bautice con el Espíritu de Dios, que
es Fuego Divino- tiene consecuencias profundas, porque la conversión del
corazón es real, causada por la gracia, y no meramente moral, como dependiendo
de la voluntad del hombre, como en el caso del bautismo de Juan; además, la
fuerza para realizar las obras buenas, que son consecuencia del bautismo, ya no
depende de la voluntad humana, sino que el deseo de obrar y el obrar
mismo como converso, es llevado a cabo y realizado con la fuerza misma de Dios,
porque la gracia hace participar en la vida divina. Dicho de otras maneras,
quien recibía el bautismo de Juan y deseaba obrar el bien como consecuencia de
ese bautismo, obtenía las fuerzas para realizar esas obras sólo de sí mismo, lo
cual es una fuerza sumamente débil; por el contrario, quien recibe el bautismo
de Jesús, por el cual recibe la gracia santificante, al ser hecho partícipe de
la vida misma de Dios Trino, cuando quiere obrar obras de misericordia, que demuestran
la conversión del corazón, lo hace con la fuerza misma de Dios y esto es lo que
explica el origen sobrehumano de las obras de los santos, obras que no se deben a la sola voluntad del hombre, sino a la fuerza de Dios que actúa a través de
ellos. Por ejemplo, cuando la Madre Teresa de Calcuta atendía a los agonizantes,
abandonados a su suerte debido al sistema de castas hindú, no lo hacía por sí misma, sino asistida por el Espíritu Santo, de modo tal que puede
decirse que en ese pobre atendido por la Madre Teresa, era el Espíritu Santo en
Persona quien obraba la misericordia, a través de un instrumento humano, la
Madre Teresa.
“Yo
los bautizo con agua, pero el que viene detrás de mí, los bautizará con
Espíritu Santo y fuego”. Quien ha recibido el Bautismo Sacramental de la
Iglesia de Jesús, la Iglesia Católica, no puede excusarse en su condición
humana para no obrar la santidad; no puede decir: “yo soy un ser humano y por
eso no puedo ser paciente y mucho menos paciente hasta el extremo”; “yo soy un
ser humano y no puedo controlar mi carácter”; “yo soy un ser humano y no puedo
controlar mis pasiones”, porque basta con que lo quiera, y la gracia de Dios lo
ayudará, con la fuerza misma de Dios, a ser paciente hasta la muerte de Cruz, a
ser humilde con la humildad misma de Jesús y María, a vivir las virtudes en un
grado de santidad sublime, y esto porque es la gracia recibida “como Espíritu
Santo y fuego” la que lo impulsará a obrar con la fuerza, el amor y la
sabiduría misma del Hombre-Dios Jesucristo. El bautizado que no es santo, es
porque no quiere serlo; como dice Santo Tomás de Aquino, "basta querer, para serlo".
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