“El
mundo se alegrará (…) ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá
en gozo” (Jn 16, 16-20). En la Última
Cena, Jesús anuncia, de manera enigmática para sus discípulos, su próxima
muerte en cruz, y su futura resurrección: “Dentro de poco, ya no me verán, y poco
después, me volverán a ver”. Ante la pregunta acerca del significado de sus
palabras, Jesús no responde directamente, sino que profundiza todavía más el
carácter misterioso de su revelación: “Ustedes van a llorar y se van a
lamentar; el mundo, en cambio, se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero esa
tristeza se convertirá en gozo”. Jesús les dice, en definitiva, que Él habrá de
morir en cruz y que cuando eso suceda, será la alegría del mundo y la tristeza
de sus discípulos; su muerte en cruz significará el vértice del triunfo –aparente-
de las tinieblas –del infierno, del pecado y de la muerte- sobre el hombre; su
muerte en cruz significará por lo tanto la alegría del mundo, la alegría
mundana, la alegría falsa y superficial, que tiene origen en las profundidades
del infierno y en las profundidades del corazón del hombre sin Dios; es una
alegría vana y superficial porque se basa en el mal y en el pecado y en todo lo
que ofende a Dios; es la alegría del carnaval, es la alegría del mundo sin
Dios, es la alegría que proporciona la satisfacción sensual de las pasiones; es
la alegría que, en el fondo, implica desesperación, porque se exaltan la carne
y las pasiones, es decir, aquello que está contaminado con el pecado y
condenado irreversiblemente a morir. Cuando el mundo se alegre por la muerte de
Jesús en la cruz, los discípulos “estarán tristes”, porque habrá desaparecido –aparentemente-
de la faz de la tierra, Aquel que era la Luz y la Causa de su Alegría, Cristo
Jesús. Es por esto que, a la alegría mundana del mundo sin Dios, le acompaña la
tristeza de los discípulos de Jesús, que se entristecen ante el espectáculo
inmoral del triunfo momentáneo –pero triunfo al fin- de las tinieblas sobre la
humanidad.
Sin
embargo, Jesús también revela que esta alegría mundana de los hombres sin Dios
finalizará y, consecuentemente, dará paso a la tristeza, una tristeza que nunca
jamás finalizará, porque es la tristeza que se vive en el infierno y en el alma
de los ángeles caídos y de los hombres condenados, que no poseen y nunca más lo
poseerán, a “Dios, que es la Alegría infinita”. Jesús también revela que la tristeza
de sus discípulos dará paso a la alegría y esa alegría comenzará cuando “lo
vuelvan a ver”, es decir, comenzará en el momento de verlo ya resucitado. La alegría
del cristiano, por lo tanto, es radicalmente distinta a la alegría del mundano;
es la alegría comunicada por Jesús resucitado, que brota de su Ser divino
trinitario como de una fuente inagotable; es una alegría que no se origina ni
fundamente en el mundo ni en nada que al mundo le pertenezca, sino en el Ser
mismo divino de Dios, por lo que se trata de una alegría celestial, divina,
trinitaria, desconocida para el hombre, que solo por analogía puede el hombre
darse una idea de cómo es esta alegría, porque no la conoce hasta que Cristo
Jesús no la da a conocer. Es la alegría que surge de saber que Jesús ha vencido
en la cruz al demonio, al pecado y a la muerte, y nos ha abierto las puertas
del paraíso y nos ha convertido en herederos del Reino, al concedernos la
filiación divina y es por esto que se origina en el cielo mismo y no en la
tierra.
“(La)
tristeza se convertirá en gozo”. Si bien Jesús nos hará gozar con total
plenitud de su alegría en los cielos eternos, ya desde esta vida, en medio de las
tribulaciones, dolores y persecuciones, hace gustar de la alegría de su Sagrado
Corazón a quienes le son fieles en la gracia y en el amor, adorándolo día y
noche en la Eucaristía.
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