“Para
que el amor que me tenías esté en ellos, como yo también estoy en ellos” (Jn 17, 20-26). Jesús quiere cumplir su
misterio pascual, para dar cumplimiento a la voluntad del Padre: que el Amor
que une al Padre y al Hijo, el Espíritu Santo, esté en los hombres: “Para que
el amor que me tenías esté en ellos, como yo también estoy en ellos”. En una
sola frase, Jesús revela el fin de su Encarnación, Pasión, Muerte y
Resurrección, la inmensidad del Amor misericordioso de Dios para con los
hombres, y la doctrina de la inhabitación trinitaria en el alma en gracia. Jesús
ofrendará su Cuerpo y su Sangre en la cruz, para que los hombres reciban el
Espíritu, y así los hombres, unidos por un mismo espíritu, serán “uno” en
Cristo y esta unidad será la más profunda y sublime que pueda ni siquiera
imaginarse para una naturaleza creada y tan limitada, como la naturaleza humana:
la unión será en el Espíritu Santo, es decir, en el Amor de Dios. Es decir,
Dios Trino ama tanto a la humanidad, a los hombres –a cada hombre-, que desea
unir a los hombres en su Amor, el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Es esto lo
que Jesús pexpresa cuando dice: “Que sean uno (…) para que el amor que me
tenías esté en ellos, como yo también estoy en ellos”. El Amor de Dios, que une
al Padre y al Hijo en la eternidad, será el que una a los hombres, en Cristo,
con el Padre.
Por
el don del Espíritu, el cristiano comienza a vivir una vida nueva, la vida en
Cristo Jesús, la vida en el Amor de Dios, y así el cristiano se diferencia
radicalmente de todo otro hombre que no haya recibido el don del Espíritu,
porque su vida ya no es más la vida creatural, sino una vida absolutamente
nueva, la vida que le comunica el Espíritu de Dios, desde el momento en que el
Espíritu de Dios, por la gracia, comienza a vivir en él: “ (…) el Espíritu
transforma y comunica una vida nueva a aquellos en cuyo interior habita”[1]. El
cristiano es transformado porque el Espíritu, que inhabita en su corazón por la
gracia santificante, le comunica la vida de Dios; es una vida que es nueva no
en un sentido figurado, sino nueva porque Dios, que es Espíritu, inhabitando en
él, lo hace partícipe de su propia vida, la vida misma de la Trinidad: “Vemos,
pues, la transformación que obra el Espíritu en aquellos en cuyo corazón habita”[2].
“Para
que el amor que me tenías esté en ellos, como yo también estoy en ellos”. Aquel
en el que habita el Espíritu de Dios, aborrece el mundo y sus atractivos, al
tiempo que ama lo que ama Dios, porque ama con el amor de Cristo, el Amor con
el que el Padre amaba a Cristo desde la eternidad. Para que el Amor de Dios inhabite en nuestros corazones, es que Jesús sufre su dolorosa Pasión.
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