“Padre,
glorifica a tu Hijo” (Jn 17, 1-11a). En
la Última Cena, sabiendo Jesús que “había llegado la Hora de pasar de este
mundo al Padre”, es decir, sabiendo que su Pasión redentora daba comienzo, pide
a su Padre Dios que “lo glorifique”. No se trata, obviamente, de la gloria mundana
sino, como el mismo Jesús lo dice, de la gloria eterna, la misma gloria que Él,
en cuanto Dios Hijo, posee desde toda la eternidad: “con la gloria que Yo tenía
cerca de Ti, antes que el mundo existiese”. Es decir, Jesús pide que se
manifieste su gloria, la que Él posee por su naturaleza divina, por ser
consubstancial al Padre, en el contexto de la Última Cena, en la “Hora de pasar
de este mundo al Padre”, es decir, en un momento de suprema tribulación, porque
se inicia la Gran Tribulación de la Cruz. Esto quiere decir que Dios Padre
glorificará a su Hijo, como se lo pide, y la gloria eterna de Cristo Jesús se
manifestará, sí, pero no en los esplendores sagrados de la Epifanía ni en la majestuosidad
refulgente del Tabor; tampoco se manifestará la gloria de Jesucristo, tal como
se manifiesta en los cielos, ante los ángeles, con la viva luminosidad
celestial, superior a miles de soles juntos, con los que el Ser divino
trinitario envuelve a los ángeles: la gloria de Cristo Jesús, su gloria eterna,
se manifestará de un nuevo modo, desconocido para los hombres, y es la gloria
de la Cruz. Ya no aparecerá cubierto de luz, como en la Epifanía y el Tabor,
sino cubierto de Sangre, es la Sangre gloriosa del Cordero de Dios, que lava
los pecados de los hombres, al tiempo que les concede el Espíritu Santo. Precisamente,
es el don del Espíritu Santo, por medio de la efusión de Sangre de su Sagrado
Corazón traspasado, lo que motiva la Pasión del Señor y, en definitiva, la
razón de su glorificación por la cruz. Jesús quiere ser glorificado de una
forma nueva, para así donarnos el Espíritu Santo, de modo que los hombres
pudiéramos comenzar a vivir de una forma nueva, la vida de los hijos de Dios. La
gloria de la cruz lleva al don del Espíritu Santo, quien transforma nuestra
vida creatural en vida de hijos de Dios: “nuestra vida anterior (debía ser)
transformada en otra diversa, empezando así para nosotros un nuevo modo de vida
según Dios, lo cual no podía realizarse más que por la comunicación del
Espíritu Santo; (…) el tiempo más indicado para que el Espíritu fuera enviado
sobre nosotros era el de la partida de Cristo, nuestro Salvador (…) cuando
llegó el tiempo en que tenía que subir al Padre celestial, entonces fue
necesario que siguiera presente, en medio de sus adictos, por el Espíritu, y
que este Espíritu habitara en nuestros corazones, para que nosotros, teniéndolo
en nuestro interior, exclamáramos confiadamente: “Padre”, y nos sintiéramos con
fuerza para la práctica de las virtudes y, además, poderosos e invencibles
frente a las acometidas del demonio y las persecuciones de los hombres, por la
posesión del Espíritu que todo lo puede”[1]. Que
poseamos el Espíritu, que nos hace “poderosos e invencibles” frente al Demonio
y a los enemigos de Dios, es la razón por la cual Cristo Jesús pide al Padre
ser glorificado en la Santa Cruz. Quien quiera participar de la gloria del Hijo
debe, por lo tanto, participar de su Cruz, y quien así lo hace, glorifica al
Hijo: “He sido glorificado en ellos”. El Padre glorifica a Jesús por la Cruz y nosotros,
los hombres, también lo glorificamos cuando cargamos la cruz de cada día.
[1] Del Comentario de san Cirilo de
Alejandría, sobre el evangelio de san Juan; Libro 10, 16, 6-7: PG 74, 434.
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