jueves, 12 de mayo de 2016

“Padre, glorifica a tu Hijo”


“Padre, glorifica a tu Hijo” (Jn 17, 1-11a). En la Última Cena, sabiendo Jesús que “había llegado la Hora de pasar de este mundo al Padre”, es decir, sabiendo que su Pasión redentora daba comienzo, pide a su Padre Dios que “lo glorifique”. No se trata, obviamente, de la gloria mundana sino, como el mismo Jesús lo dice, de la gloria eterna, la misma gloria que Él, en cuanto Dios Hijo, posee desde toda la eternidad: “con la gloria que Yo tenía cerca de Ti, antes que el mundo existiese”. Es decir, Jesús pide que se manifieste su gloria, la que Él posee por su naturaleza divina, por ser consubstancial al Padre, en el contexto de la Última Cena, en la “Hora de pasar de este mundo al Padre”, es decir, en un momento de suprema tribulación, porque se inicia la Gran Tribulación de la Cruz. Esto quiere decir que Dios Padre glorificará a su Hijo, como se lo pide, y la gloria eterna de Cristo Jesús se manifestará, sí, pero no en los esplendores sagrados de la Epifanía ni en la majestuosidad refulgente del Tabor; tampoco se manifestará la gloria de Jesucristo, tal como se manifiesta en los cielos, ante los ángeles, con la viva luminosidad celestial, superior a miles de soles juntos, con los que el Ser divino trinitario envuelve a los ángeles: la gloria de Cristo Jesús, su gloria eterna, se manifestará de un nuevo modo, desconocido para los hombres, y es la gloria de la Cruz. Ya no aparecerá cubierto de luz, como en la Epifanía y el Tabor, sino cubierto de Sangre, es la Sangre gloriosa del Cordero de Dios, que lava los pecados de los hombres, al tiempo que les concede el Espíritu Santo. Precisamente, es el don del Espíritu Santo, por medio de la efusión de Sangre de su Sagrado Corazón traspasado, lo que motiva la Pasión del Señor y, en definitiva, la razón de su glorificación por la cruz. Jesús quiere ser glorificado de una forma nueva, para así donarnos el Espíritu Santo, de modo que los hombres pudiéramos comenzar a vivir de una forma nueva, la vida de los hijos de Dios. La gloria de la cruz lleva al don del Espíritu Santo, quien transforma nuestra vida creatural en vida de hijos de Dios: “nuestra vida anterior (debía ser) transformada en otra diversa, empezando así para nosotros un nuevo modo de vida según Dios, lo cual no podía realizarse más que por la comunicación del Espíritu Santo; (…) el tiempo más indicado para que el Espíritu fuera enviado sobre nosotros era el de la partida de Cristo, nuestro Salvador (…) cuando llegó el tiempo en que tenía que subir al Padre celestial, entonces fue necesario que siguiera presente, en medio de sus adictos, por el Espíritu, y que este Espíritu habitara en nuestros corazones, para que nosotros, teniéndolo en nuestro interior, exclamáramos confiadamente: “Padre”, y nos sintiéramos con fuerza para la práctica de las virtudes y, además, poderosos e invencibles frente a las acometidas del demonio y las persecuciones de los hombres, por la posesión del Espíritu que todo lo puede”[1]. Que poseamos el Espíritu, que nos hace “poderosos e invencibles” frente al Demonio y a los enemigos de Dios, es la razón por la cual Cristo Jesús pide al Padre ser glorificado en la Santa Cruz. Quien quiera participar de la gloria del Hijo debe, por lo tanto, participar de su Cruz, y quien así lo hace, glorifica al Hijo: “He sido glorificado en ellos”. El Padre glorifica a Jesús por la Cruz y nosotros, los hombres, también lo glorificamos cuando cargamos la cruz de cada día.



[1] Del Comentario de san Cirilo de Alejandría, sobre el evangelio de san Juan; Libro 10, 16, 6-7: PG 74, 434.

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