viernes, 6 de mayo de 2016

Solemnidad de la Ascensión del Señor


(TP - Ciclo C – 2016)

         La Iglesia celebra la Ascensión del Señor, pero, ¿qué significa “Ascensión”? ¿Qué es lo que entendemos cuando decimos en el Credo "subió a los cielos" -es decir, ascendió- y "está sentado a la derecha del Padre"? ¿Se lo debe tomar en un sentido literal, como cuando alguien asciende, por ejemplo, a una montaña? Por otra parte, ¿qué significado tiene para la Iglesia –y por lo tanto, para nosotros-, el hecho de que Jesús haya “ascendido a los cielos”? 
Con respecto a la Ascensión y a la expresión del Credo "está sentado a la derecha del Padre" -que se deriva de la Ascensión-, dice San Agustín que no deben entenderse esta acción de ascender y la postura de "estar sentado", tal como la entendemos los seres humanos, sino que significa que Jesucristo, al ascender con su Cuerpo glorificado recibe del Padre la potestad, en cuanto Hombre-Dios -la misma que tenía en cuanto Dios Hijo desde la eternidad-, para juzgar al mundo al fin de los días. Dice así San Agustín: “No debemos considerar esta postura (sentado) como la que toma el cuerpo humano, ni que el Padre estaba sentado a la izquierda ni el Hijo a la derecha. Se debe entender por la derecha la potestad que recibió de Dios aquel hombre (Cristo, Dios Hijo) para juzgar cuando venga, después de haber venido para ser juzgado. Estar sentado es lo mismo en latín que habitar, y por eso se dice de un hombre que ha pasado tres años en un país: In illa patria sedit per tres annos. De este modo, pues, debemos creer que está Cristo a la derecha de Dios Padre; porque es bienaventurado y habita en la bienaventuranza, que es la derecha del Padre, con quien todo es derecha, porque no hay nada allí que sea miserable”[1]
Por extensión, entonces, tampoco debe tomarse la expresión "Ascensión" en un sentido físico, tal como lo entendemos los humanos, cuando queremos expresar que un cuerpo material se desplaza en sentido vertical de abajo hacia arriba: la expresión "Ascensión" queda enmarcada en este hecho, en que la Humanidad Santísima de Jesús, su Cuerpo y su Alma glorificados, unidos a su Persona divina, la Persona Divina del Hijo de Dios, comenzó a inhabitar con el Padre y el Espíritu Santo, tal como lo hacía antes de la Encarnación, desde la eternidad, solo que ahora, a partir de la Ascensión, Dios Hijo comienza a inhabitar con el Padre y el Espíritu Santo con su Cuerpo y Alma humanos glorificados.
Es en este sentido en el que se expresa San Juan Damasceno, cuando analiza la expresión “a la derecha del Padre”: afirma a su vez que esto significa la “Gloria y honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada”.
En otras palabras, Jesús, en cuanto Dios Hijo, siendo consubstancial al Padre, existía junto al Padre, con su divinidad; luego de la Encarnación, Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión a los cielos, continúa existiendo como siempre, solo que ahora lo hace con su Cuerpo y Alma humanos glorificados.
Es interesante constatar que en el Antiguo Testamento hubo una prefiguración de la Ascensión de Nuestro Señor con la ascensión de Elías en un carro de fuego a los cielos, pero hay diferencias entre ambas, según lo afirma San Gregorio Magno, porque Elías fue arrebatado al cielo cósmico, mientras que Jesús ascendió al trono de la majestad de Dios, y mientras Elías debe regresar para volver a morir, Jesús, por el contrario, “ya no muere más” (cfr. Rom 6, 9); también, Elías es ascendido por el poder de Dios, mientras que Jesús, que es Dios, asciende por su propio poder; por último, Jesús en los cielos aparece “de pie” y “sentado”, porque en la posición de pie, erguida, significa como Aquel que combate auxiliando a sus fieles que dan sus vidas en su Nombre aquí en la tierra, mientras que la posición de sentado indica que Él es el Sumo y Eterno Juez, que habrá de juzgar al mundo al fin de los tiempos. Dice así San Gregorio Magno: “En el Antiguo Testamento vemos que Elías fue arrebatado al cielo (2 Re 2). Pero el cielo etéreo no es el cielo aéreo, porque éste se halla próximo a la tierra. Elías, pues, fue elevado al cielo aéreo para ser conducido súbitamente a cierta región desconocida de la tierra, en donde vivirá en un gran reposo de cuerpo y espíritu, hasta que al fin del mundo vuelva a pagar su tributo a la muerte. Es de notar también que Elías fue arrebatado en un carro de fuego, para demostrar abiertamente que, aún siendo puro, necesitaba como hombre de la ayuda de otro. Pero nuestro Redentor se elevó sin necesidad de un carro de fuego ni del auxilio de los ángeles, porque el que todo lo hizo podía elevarse sobre todo por su propia virtud. Es de observar que añade San Marcos: “Y está sentado a la diestra de Dios”, mientras que San Esteban dice: “Estoy viendo ahora los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la diestra de Dios” (Hch 7, 55). Pero el estar sentado corresponde al juez, y el estar de pie al combatiente o al que ayuda en el combate. San Esteban ve de pie en el combate a Cristo que le ayuda, y San Marcos dice que está sentado, después de la ascensión, porque después de la gloria de ella se verá al fin como Juez”[2].
Otro Padre de la Iglesia, Teófilo, dice así: “Elías también parecía ser llevado al cielo, pero el Salvador mismo ascendió al cielo como precursor de todos para presentarse en su cuerpo sacratísimo como primicia ante el Padre. En este concepto, ya fue honrada nuestra naturaleza con todas las virtudes de los ángeles”[3]. San Juan Crisóstomo, a su vez: “Obsérvese que el Señor nos hace ver sus promesas. Había ofrecido que resucitarían los cuerpos; resucitó El de entre los muertos, y confirmó a sus discípulos en esta fe por espacio de cuarenta días. Ofreció también que seremos arrebatados al cielo, y probó esto también por medio de las obras”[4].
Con respecto a la pregunta acerca del significado de la Ascensión de Nuestro Señor en relación a nuestra vida de fe, hay que decir que, con la profesión de fe en el dogma de la Ascensión del Señor, renovamos el propósito de vivir la fe recibida en el bautismo, lo cual quiere decir que si creemos que Cristo, que es la Cabeza, Ascendió a los cielos –con su Cuerpo y su Alma humanos divinizados, es decir, unidos a la Divinidad, tal como lo estuvieron desde la Encarnación, pero ahora con el Cuerpo glorificado-, también nosotros, que somos su Cuerpo Místico, estamos también llamados a seguir sus pasos. Creer en la Ascensión del Señor implica creer que nuestro cuerpo mortal está destinado a la muerte terrena y por lo tanto, a sufrir la descomposición orgánica, pero que también está destinado a la glorificación en el Último Día, en el Juicio Final, cuando -si morimos en gracia, se entiende-, la gracia del alma, convertida en gloria, se derramará sobre el cuerpo este que poseemos ahora y lo glorificará, concediéndole las características de los cuerpos resucitados, los cuales serán impasibles, inmortales, luminosos, jóvenes –ninguno tendrá más de la edad perfecta, treinta y tres años, la edad de Cristo al morir-, sumamente perfectos y hermosos. Sin embargo, para poder acceder a la glorificación corpórea, es necesario que vivamos en estado de gracia santificante y que muramos también en gracia, para que así se derrame sobre nuestros cuerpos mortales, transmutándolos en gloriosos, la gloria que el alma recibe de Jesús resucitado. Esto quiere decir que no podemos ascender a los cielos y ser glorificados si aquí, en la tierra, vivimos dando rienda suelta a la satisfacción de las pasiones y nos dedicamos al disfrute de los placeres terrenos; no podemos ascender al cielo y ser glorificados si antes no nos negamos a nosotros mismos, si antes no cargamos nuestra cruz de cada día para ir en pos de Cristo Jesús por el Camino Real del Calvario, el Via Crucis; no podemos ascender con el alma y el cuerpo glorificados, si no mortificamos el cuerpo y las pasiones y si no vivimos en gracia y la acrecentamos, puesto que nadie que presente la más mínima mancha de pecado, esto es, de malicia, puede subsistir ante la Presencia de Dios y su Cordero, Tres veces Santo, Puro e Inmaculado.
Es por esto que la celebración litúrgica de la Solemnidad de la Ascensión no se limita a ser una mera recordación de un hecho acaecido hace más de XX siglos, sino que debe constituir el centro de nuestra fe y la fe debe ser la que guíe nuestro obrar, el cual, además de buscar la propia santidad, persigue la conversión y la santidad de todo el mundo, según el mandato misionero dejado por Jesús. Al ascender, Jesús deja la misión a su Iglesia y a sus miembros de “ser sus testigos hasta el fin del mundo”, pero este testimonio de Jesús no se puede dar a través de sermones, sino mediante el ejemplo de vida, para lo cual se necesita vivir en el cumplimento diario de sus Mandamiento y, sus Bienaventuranzas, y en la práctica asidua y constante de la misericordia para con los más necesitados. En otras palabras, como dicen los Padres de la Iglesia, si creemos en la Ascensión del Señor debemos, por el resto de tiempo que nos quede permanecer en esta tierra, vivir una “vida santa”, vida que constituye el mejor testimonio de que creemos en la gloriosa Ascensión a los cielos del Señor y de que con Él seremos ascendidos en cuerpo y alma: “Prosigamos imitándolo siempre en una vida santa, alabando y bendiciendo a Dios, de quien es la gloria, la dicha y el poder por los siglos. Amén”[5]
Por último, recordemos que si bien Jesús ascendió a los cielos con su Cuerpo glorioso y resucitado, desapareciendo visiblemente de los ojos corpóreos, se quedó misteriosamente en la tierra, en el sagrario y en la Eucaristía, con su mismo Cuerpo glorioso y resucitado, con el que había ascendido, siendo visible a los ojos del alma iluminados por la luz de la fe. La Eucaristía, esto es, Cristo Jesús resucitado, glorioso y ascendido a los cielos, es el destino final hacia el cual estamos llamados, y es por eso que la Comunión Eucarística -en estado de gracia-, en la que el alma se une al Cristo Eucarístico, el mismo que ascendió a los cielos, anticipa ya, desde la tierra, nuestra propia ascensión gloriosa.






[1] San Agustín, De Dymbolo ad catechumenos, 7, Catena Aurea.
[2] San Gregorio Magno, Homilia in Evangelia, 29, Catena Aurea.
[3] Cfr. Catena Aurea.
[4] SAN JUAN CRISÓSTOMO, Catena Aurea.
[5] Cfr. Teófilo, Catena Aurea.

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