(Domingo
XIV - TO - Ciclo C – 2016)
“Está cerca el Reino de Dios” (Lc 10, 1-12 17.20). Al enviar a sus discípulos a misionar, además
de darles consideraciones de tipo práctico, acordes con el ideal de la pobreza
evangélica –no llevar calzados, alforjas, etc.-, hay un mandato central que Jesús
repite dos veces, y que es lo que los discípulos deben anunciar, tanto a
quienes los reciban en sus casas, como a los que no: “El Reino de Dios está
cerca”.
Puesto que el anuncio nos compete directamente a nosotros,
los católicos, debemos profundizar en este anuncio y por eso nos preguntamos: ¿qué
significa “el Reino de Dios está cerca”? Que el Reino de Dios esté cerca
significa, por un lado, que el hombre debe tomar conciencia de que el reino de
este mundo, es decir, esta vida terrena, termina pronto, aun cuando alguien
llegue a vivir ciento veinte años, y que después de esta vida terrena,
inmediatamente, después de la muerte, se termina para el alma el tiempo y el
espacio y la vida temporal, para ingresar en la eternidad. Dice el Libro de los
Proverbios: “Medita en las postrimerías y no pecarás jamás” (), y es esto lo que
el cristiano debe grabar a fuego en su mente y en su corazón: que el Reino de
Dios está cerca, porque luego de la muerte terrena, el alma ingresa en la
eternidad, en donde tiene lugar su Juicio Particular y luego, según el
veredicto divino, sobreviene la eternidad para el alma, sea en el cielo o en el
infierno, siendo el Purgatorio una etapa previa al cielo, necesaria para
algunos.
Pero para el católico, “el Reino de Dios está cerca”, tiene
además otro significado: el Reino de Dios está cerca porque está cerca la
gracia sacramental, la gracia santificante que se comunica al alma por los
sacramentos, y es la gracia la que hace que el alma participe de la vida divina
de Dios, que es el Rey del Reino de los cielos: cuando el católico recibe la
gracia, vive ya con la vida de Dios, Rey del cielo, y por lo tanto, cuando se
está en gracia, se puede decir que ya se vive, de modo anticipado y aunque
todavía no plenamente, “en el Reino de los cielos” y “del” Reino de los cielos,
porque se vive con la vida de Dios, que es la vida del Reino de los cielos. Es decir,
por la gracia santificante, recibida a través de los sacramentos, el católico
posee ya, en germen, en esta vida terrena, la participación en la vida eterna
del Ser trinitario divino; por la gracia, el católico comienza ya a participar
del Reino de Dios y, todavía más, de la vida del Rey del cielo, Cristo Jesús.
La inminencia del Reino, por un lado –porque esta vida
terrena es limitada y finaliza pronto- y la proximidad del Reino, por otro –debido
a la participación en la vida divina por medio de la gracia santificante-, el
católico no puede anhelar, como objetivos últimos de su existencia, a la
posesión, disfrute y goce de los reinos terrenos, puesto que estos se oponen
radicalmente al Reino de Dios. El católico está destinado a gozar del Reino de
los cielos, no de los reinos terrenos, que consisten en bienes materiales, en
gozos terrenos y son esencialmente pasajeros. El católico que busca el reino de
este mundo –esto es, bienes materiales, placer, honor mundano-, deja
necesariamente de lado al Reino de Dios y se somete, voluntariamente, al
Príncipe de este mundo, Satanás, que es quien, por permisión divina, gobierna
en el mundo.
“Está
cerca el Reino de Dios”. Por la gracia, no solo se vive anticipadamente con la
vida del Reino de los cielos, sino que, por la comunión eucarística, el
católico que comulga en gracia, con fe, devoción y amor, posee ya, más que el
Reino de los cielos, al Rey de los cielos, Cristo Jesús en la Eucaristía. Por esta
razón es que, para nosotros, los católicos, el Reino de los cielos, no sólo
está cerca, sino que tenemos incluso la gracia de que el Rey de los cielos, el
Rey de reyes y Señor de señores, Cristo Jesús en la Eucaristía, habite en
nuestras almas, convirtiéndolas en morada celestial de su Presencia Eucarística,
convirtiéndolas, al ingresar en nosotros por medio de la Eucaristía, en el
mismo Reino de los cielos.
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