lunes, 8 de enero de 2018

“El Reino de Dios está cerca (…) Conviértanse”



“El Reino de Dios está cerca (…) Conviértanse” (Mc 1, 14-20). La conversión que predica y pide Nuestro Señor es necesaria para entrar en el Reino de los cielos y supone un rechazo radical del mundo y sus vanos atractivos. La conversión es imprescindible y de tal manera, que si no hay conversión, es imposible el ingreso en el Reino de Dios. Desde el momento en que todo corazón humano nace con el pecado original, está separado, desde su concepción, de Dios, y no solo, sino que está apegado a la tierra y al mundo, es decir, a las bajas pasiones del cuerpo y a los movimientos más indignos de las potencias del alma. El pedido de conversión de Jesús se entiende en su máxima expresión cuando se considera esta realidad: todo hombre que nace en este mundo está contaminado con la mancha del pecado original y, en consecuencia, no solo está alejado de Dios y de su influjo benéfico y santificante, sino que está atraído irremediablemente por las pasiones y dominado por la concupiscencia de la vida y de los ojos. La conversión implica despegar el corazón de las cosas del mundo, pero no solo de las cosas malas, sino incluso de las cosas buenas de este mundo, no en cuanto buenas, sino en cuanto son cosas pasajeras, transitorias, que han de terminar sí o sí. No en vano la Escritura dice que los cristianos “están el mundo, pero no son de este mundo”, y esto, porque esperamos en la vida eterna. En otras palabras, la conversión que pide Jesús no se limita a solamente rechazar aquello que es del mundo, del pecado y del demonio: además de esto, se extiende a todo lo que es bueno en el mundo y que proviene de Dios pero que, por ser de este mundo terreno y ser transitorio, no forma parte de nuestro destino final. Nuestro destino final es la eterna bienaventuranza, la contemplación, en el Reino de los cielos, de la Trinidad Beatísima y del Cordero de Dios, en compañía de María Santísima y de los ángeles y santos. Nuestro destino final no son las cosas buenas de este mundo que, en cuanto buenas, son dones de Dios, pero dones transitorios y temporales que no deben hacernos perder de vista que esta vida terrena es solo una prueba para ganar la vida eterna. Muchos cristianos son “buenos”, en el sentido de que, verdaderamente, no obran el mal, buscan cumplir con los Mandamientos de la Ley de Dios, son caritativos y misericordiosos para con sus prójimos. Pero esto es solo una “primera etapa” de la conversión, puesto que no basta con simplemente ser buenos: el cristiano –el católico- debe ser santo, es decir, debe vivir en estado de gracia permanente, como un anticipo del estado de gloria eterna que espera vivir en la otra vida. La santidad implica vivir con los pies en la tierra, pero con la mirada puesta en el cielo –“pedes in terra ad sidera visus”, dice el lema de la Universidad Nacional de Tucumán, esto es, los pies en la tierra y la vista en el cielo-, no en el cielo cósmico, sino en el Cielo que es el Reino de Dios. Vivir esta vida en gracia, evitando el pecado, y con la mirada del alma puesta en la contemplación de la Trinidad y el Cordero, como anticipo de la visión beatífica de los bienaventurados, ésa es la conversión que nos pide Cristo Dios.

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