“El
Reino de Dios está cerca (…) Conviértanse” (Mc
1, 14-20). La conversión que predica y pide Nuestro Señor es necesaria para
entrar en el Reino de los cielos y supone un rechazo radical del mundo y sus
vanos atractivos. La conversión es imprescindible y de tal manera, que si no
hay conversión, es imposible el ingreso en el Reino de Dios. Desde el momento
en que todo corazón humano nace con el pecado original, está separado, desde su
concepción, de Dios, y no solo, sino que está apegado a la tierra y al mundo,
es decir, a las bajas pasiones del cuerpo y a los movimientos más indignos de
las potencias del alma. El pedido de conversión de Jesús se entiende en su
máxima expresión cuando se considera esta realidad: todo hombre que nace en
este mundo está contaminado con la mancha del pecado original y, en
consecuencia, no solo está alejado de Dios y de su influjo benéfico y
santificante, sino que está atraído irremediablemente por las pasiones y
dominado por la concupiscencia de la vida y de los ojos. La conversión implica
despegar el corazón de las cosas del mundo, pero no solo de las cosas malas, sino
incluso de las cosas buenas de este mundo, no en cuanto buenas, sino en cuanto
son cosas pasajeras, transitorias, que han de terminar sí o sí. No en vano la Escritura
dice que los cristianos “están el mundo, pero no son de este mundo”, y esto,
porque esperamos en la vida eterna. En otras palabras, la conversión que pide
Jesús no se limita a solamente rechazar aquello que es del mundo, del pecado y
del demonio: además de esto, se extiende a todo lo que es bueno en el mundo y
que proviene de Dios pero que, por ser de este mundo terreno y ser transitorio,
no forma parte de nuestro destino final. Nuestro destino final es la eterna
bienaventuranza, la contemplación, en el Reino de los cielos, de la Trinidad
Beatísima y del Cordero de Dios, en compañía de María Santísima y de los
ángeles y santos. Nuestro destino final no son las cosas buenas de este mundo
que, en cuanto buenas, son dones de Dios, pero dones transitorios y temporales
que no deben hacernos perder de vista que esta vida terrena es solo una prueba
para ganar la vida eterna. Muchos cristianos son “buenos”, en el sentido de
que, verdaderamente, no obran el mal, buscan cumplir con los Mandamientos de la
Ley de Dios, son caritativos y misericordiosos para con sus prójimos. Pero esto
es solo una “primera etapa” de la conversión, puesto que no basta con
simplemente ser buenos: el cristiano –el católico- debe ser santo, es decir,
debe vivir en estado de gracia permanente, como un anticipo del estado de
gloria eterna que espera vivir en la otra vida. La santidad implica vivir con
los pies en la tierra, pero con la mirada puesta en el cielo –“pedes in terra
ad sidera visus”, dice el lema de la Universidad Nacional de Tucumán, esto es,
los pies en la tierra y la vista en el cielo-, no en el cielo cósmico, sino en
el Cielo que es el Reino de Dios. Vivir esta vida en gracia, evitando el
pecado, y con la mirada del alma puesta en la contemplación de la Trinidad y el
Cordero, como anticipo de la visión beatífica de los bienaventurados, ésa es la
conversión que nos pide Cristo Dios.
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.
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