(Ciclo
B – 2018)
La fiesta litúrgica del Bautismo del Señor es la segunda de
las tres manifestaciones divinas del Redentor: la primera, fue ante los Reyes
Magos, ante quienes manifestó su divinidad, resplandeciendo ante ellos con la luz
de su gloria, significando así que los pueblos paganos de toda la tierra
habrían de reconocer al Único y Verdadero Dios, Salvador del mundo, nacido de
la Virgen Madre en un pobre Portal de Belén. La segunda manifestación es la
manifestación de su omnipotencia divina en las Bodas de Caná, al convertir el
agua en vino, realizando así el primer milagro público y dando inicio a su
predicación de la Buena Noticia; la tercera es esta, la del Jordán, en la que
se manifiesta como Dios verdadero, como Dios Hijo, de igual majestad, dignidad,
honor y poder que el Padre y el Espíritu Santo. Es lo que se denomina “teofanía
trinitaria”, en la que, por Jesucristo, Dios se revela en su constitución
íntima, como Dios Uno y Trino: se ve visiblemente a Dios Hijo encarnado, se
escucha la voz de Dios Padre que dice: “Este es mi Hijo muy amado”, y se ve al
Espíritu Santo sobrevolar sobre Jesús, en forma de paloma, significando que es
el Espíritu Santo, el Amor de Dios, la suave y dulce unción de la Humanidad
Santísima del Mesías, realizada en el momento de su Encarnación en el seno
virgen de María.
Pero en la teofanía trinitaria del Jordán hay un misterio
más: está preanunciado y significado el bautismo sacramental, llevado a cabo
por la Iglesia en el signo de los tiempos, bautismo por el cual los hombres
habrían de recibir el perdón de sus pecados, además de la gracia de la
filiación divina, que los haría ser hijos adoptivos de Dios, con la misma
filiación divina con la cual Dios Hijo es Hijo del Padre desde la eternidad.
En efecto, al sumergirse Jesús en el Jordán, en esa
inmersión está significada y comprendido el derrame de agua sobre la cabeza del
bautizando, recibida en el bautismo sacramental. Al sumergirse Jesús, está
significada su muerte en la cruz, y como en su humanidad nos lleva a todos, Él
une a su muerte nuestra propia muerte personal, de cada hombre, y la de todo
hombre. Al sumergirse, nos une místicamente a su muerte en cruz, y como en esta
muerte en cruz Jesús nos lava nuestros pecados con su Sangre Preciosísima que
brota de sus heridas abiertas, allí quedamos libres del pecado original y de
todo pecado. Luego, al emerger de las aguas del Jordán, se significa y
representa su resurrección, y como estamos unidos a Él en su muerte, así
estamos unidos a Él en su resurrección, recibiendo de Él su Espíritu, el
Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, Espíritu de Vida, que nos vivifica con una
vida nueva, la misma vida divina con la cual Jesús vive en el Padre y el
Espíritu Santo desde la eternidad, y que se nos comunica por los sacramentos. Por
último, la voz del Padre que se escucha en el Jordán diciendo: “Éste es mi Hijo
muy amado”, al mismo tiempo que sobrevuela sobre Jesús el Espíritu Santo en
forma de paloma, es lo que sucede, en el misterio del bautismo sacramental,
cada vez que un alma recibe el bautismo de la Iglesia Católica: Dios Padre
exclama, complacido, sobre el alma que se acaba de bautizar: “Éste es mi hijo
adoptivo muy amado” y como signo de su amor, derrama, con el agua y las
palabras de la fórmula bautismal, el Espíritu Santo, su Amor Divino, que
sobrevuela sobre el neo-bautizando e ingresa en su cuerpo, al haber sido
convertido en templo del Espíritu por el bautismo. En esta fiesta, los
católicos celebramos no solo la teofanía trinitaria, sino que celebramos
también que, en el Bautismo de Cristo en el Jordán, hemos sido incorporados,
místicamente, a su muerte y resurrección, incorporación que se hace real,
efectiva y orgánica con el bautismo sacramental. Celebramos, en última
instancia, el haber sido incorporados y hechos partícipes del misterio pascual
de muerte y resurrección del Señor; celebramos que somos hijos adoptivos de
Dios, aquellos que hemos recibido el bautismo sacramental.
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