“Nunca
hemos visto nada igual” (Mc 2, 1-12).
Jesús cura a un paralítico y la gente, al ver el milagro, exclama: “Nunca hemos
visto nada igual”. Sin embargo, la curación de la parálisis física no es lo más
asombroso: lo más asombroso es la curación del espíritu, es decir, el perdón de
sus pecados, tal como Jesús se lo dice: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Es
decir, Jesús no solo cura el cuerpo del paralítico sino, mucho más importante,
cura su alma, porque con su omnipotencia divina le perdona sus pecados. Según lo
que se desprende del relato del Evangelio, el paralítico no acude a Jesús para
ser curado de su parálisis física, sino que acude para ser perdonado por sus
pecados, puesto que esto es lo que Jesús le otorga en primer lugar: le perdona
sus pecados. Solo en un segundo momento, y a causa de la fe que el paralítico
ha demostrado en el poder de Jesús de perdonar los pecados, es que Jesús le
cura su parálisis.
“Nunca
hemos visto nada igual”. El paralítico que recibió un doble milagro de parte de
Jesús –el perdón de sus pecados y la curación de su parálisis- no es el único,
ni mucho menos, en recibir el amor misericordioso del Hombre-Dios. Cada día,
cientos de millones de fieles reciben no solo el milagro de la curación de los
pecados, al igual que el paralítico, sino un don infinitamente e
incomparablemente más grande que el ser curados de una enfermedad física:
reciben el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Cordero de Dios, la
Eucaristía. Y esto es motivo, no solo de asombro, sino de acción de gracias, de
amor y de adoración a Dios Trino.
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