“Los
espíritus impuros se tiraban a sus pies gritando: “¡Tú eres el Hijo de Dios!””
(Mc 3, 7-12). ¿Sabían los demonios
que Jesús era Dios? No lo podían saber en cuanto visión beatífica, porque por
su pecado de soberbia y rebeldía, quedaron excluidos de la misma. Sin embargo, en el
Evangelio vemos que un demonio, al “ver a Jesús”, se “arrojan a sus pies
gritando: ¡Tú eres el Hijo de Dios!”. Este tipo de conocimiento es de tipo
experiencial; es decir, lo deducen, a partir de las obras y signos –milagros-
que obra Jesús. Pero también es un conocimiento personal, en cuanto las
personas de los ángeles caídos reconocen, en la voz y el poder de Jesús, la voz
y el poder del Dios omnipotente, misericordioso y sabio que los creó, los puso
a prueba en el amor y luego de haber fallado ellos en la prueba, los condenó al
Infierno eterno.
“Los
espíritus impuros se tiraban a sus pies gritando: “¡Tú eres el Hijo de Dios!””.
Aunque los demonios sean los enemigos de nuestras almas y por eso ningún
contacto debemos tener con ellos, ya que así ponemos en riesgo nuestra
salvación eterna, sí podemos en cambio aprender de ellos alguna que otra
enseñanza. En este caso, de los demonios del Evangelio que se arrojan a los
pies de Jesús gritando: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”, podemos aprender de ellos
el reconocimiento que de Jesús tienen estos ángeles caídos y trasladar, de modo
analógico, estas enseñanzas, a nuestra vida espiritual. Es decir, así como los
demonios reconocen a Dios Hijo oculto en la naturaleza humana de Jesús, así
nosotros, contemplando la Eucaristía, debemos reconocer, por la luz de la fe
que nos fue infundida por el Espíritu Santo en el bautismo, a Dios Hijo oculto
en las apariencias de pan. Y si los demonios, reconociendo en Jesús a Dios Hijo,
aunque no se postraban –porque no pueden hacer un acto de amor y adoración a Dios
Hijo, como se significa por la postración-, sí se arrojaban a sus pies,
gritando “¡Tú eres el Hijo de Dios!”; análogamente nosotros, reconociendo la
Presencia real, verdadera y substancial de Dios Hijo en la Eucaristía, debemos
postrarnos ante la Eucaristía, exclamando, llenos de piedad, de amor, de fe y
de devoción: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”.
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