lunes, 4 de noviembre de 2019

“No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos”



(Domingo XXXII - TO - Ciclo C – 2019)

          “No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos” (Lc 20, 27-38). Unos saduceos –secta judía de los tiempos de Jesús que no creía en la resurrección de los muertos- le presentan a Jesús el caso de una mujer que contrae matrimonio sucesivamente con siete hermanos, a medida que van muriendo uno por uno; la pregunta de los saduceos es de cuál de todos los siete será esposa en el mundo futuro, puesto que los siete la tuvieron por esposa en este mundo.
          Jesús les responde que en la vida eterna las cosas no son como en esta vida: no hay matrimonios, por lo tanto, no hay unión entre varón y mujer y la razón es que los hombres resucitados “serán como ángeles” porque sus cuerpos resucitados adquirirán propiedades que no se poseen en esta vida terrena. En efecto, en la vida eterna, el cuerpo resucitado será sutil –podrá atravesar otros cuerpos-, impasible –no sufrirá dolor, ni enfermedad ni muerte-, ágil –se moverá al instante-, luminoso –porque los cuerpos de los bienaventurados dejarán traslucir la gloria de Dios, como Cristo en el Tabor, aunque también los cuerpos de los condenados dejarán traslucir el fuego del Infierno, apareciendo como brasas incandescentes-: con respecto a la luz que transmitirán los bienaventurados, hay que tener en cuenta que dependerá del grado de gloria que tengan –no todos tendrán la misma gloria- y la gloria a su vez depende de los merecimientos en esta vida.
          Entonces, la resurrección sí existe para los católicos, a diferencia de los saduceos, quienes no creían en ella, pero lo que hay que tener en cuenta es que esa resurrección puede ser para la gloria eterna en la bienaventuranza, o para la condenación eterna en los infiernos. En la bienaventuranza los que se salven traslucirán la gloria de Dios como Cristo en el Tabor; en el infierno, los condenados dejarán traslucir el fuego del infierno, como una brasa incandescente.
          Ahora bien, ya que la fe católica nos enseña que la resurrección existe, nos preguntamos: ¿cuándo sucederá esto? La respuesta es que, en el fin del mundo, donde se realizará el Juicio Final, la Parusía o Segunda Venida de Cristo[1], aunque el Catecismo nos enseña que ya, inmediatamente después de la muerte, el alma, luego del Juicio Particular, va al Cielo –los que mueren en gracia ya reinan con  Cristo-[2], al Purgatorio[3] o al Infierno[4], según hayan sido sus obras[5]. La Resurrección de los cuerpos, esto es, la unión del cuerpo y el alma, sucederá recién en el Juicio Final. Recordemos también que Jesús dejó incierto el momento en que verificaría su Segunda Venida: al final de su discurso sobre la Parusía, Jesús dijo: “En cuanto a ese día o a esa hora, nadie la conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13,32).
          “No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos”. Si queremos estar con Cristo por la eternidad –en eso consiste el cielo- comencemos por recibir con frecuencia su Cuerpo resucitado en esta vida, en la Eucaristía, puesto que así tendremos el germen de la gloria y de la vida eterna en nuestros corazones; vivamos en gracia, evitemos el pecado, luchemos contra la concupiscencia: de esta manera, nos aseguraremos de ir al cielo luego de esta vida y, luego del Juicio Final, con el cuerpo glorificado, reinaremos gloriosos y resucitados por la eternidad, en el Reino de los cielos.



[2] Catecismo, 1029: “En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con Él “ellos reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22, 5; cfr. Mt 25, 21.23).
[3] Catecismo, 1030: “Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo”.
[4] Catecismo, 1032: “La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, “el fuego eterno” (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; Credo del Pueblo de Dios, 12).”.

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