sábado, 1 de abril de 2017

“¡Lázaro, ven afuera!”


(Domingo V - TC - Ciclo A – 2017)

         “¡Lázaro, ven afuera!” (Jn 11, 1-45). El alma de Lázaro, que ya se había separado del cuerpo a causa del proceso de la muerte, reconoce la potente voz de su Creador en la voz de Jesús y, obedeciendo al instante, se une nuevamente con su cuerpo, que yacía sin vida desde hacía cuatro días. A su vez, el cuerpo, que ya había entrado en un claro proceso de descomposición orgánica, manifestado en el hedor característica que desprenden los cadáveres, es regenerado por Jesús con su poder divino, de manera que, al momento de la unión del alma con el cuerpo, éste es capaz de recibir al alma, porque ya no está en proceso de descomposición, con lo que se vuelve capaz de recibir su forma natural, el alma, la cual lo hace partícipe de su vida. De esta manera, se produce uno de los milagros más clamorosos de Jesús, el de la resurrección de Lázaro.
         En cuanto tal, la resurrección de Lázaro es sólo temporal, porque Lázaro murió definitivamente tiempo después, pero el alcance y significado sobrenatural del milagro trasciende el dato particular de la persona de Lázaro, para abarcar a toda la humanidad: si bien es una resurrección corporal y temporal, en realidad, el milagro sirve como muestra y anticipo de lo que será la resurrección final, al final del mundo cuando, una vez terminado el tiempo terreno, Jesús dé inicio a la eternidad juzgando a la humanidad. En ese momento, las almas de los buenos se unirán a las de sus respectivos cuerpos, para ser glorificados, mientras que las almas de los malos también harán lo mismo, pero para recibir el doble dolor que provoca el fuego del infierno, en el cuerpo y en el alma. Hasta que esto suceda, el milagro de la resurrección de Lázaro, por un lado, nos da consuelo para las tribulaciones de esta vida, porque nos demuestra que Jesús es Dios y que en Él podemos poner todas nuestras preocupaciones, mientras que por otro lado, nos da también esperanza del reencuentro, por la misericordia de Dios, con nuestros seres queridos fallecidos, por cuanto Él es, según lo afirma en el diálogo con Marta, “la Resurrección y la Vida”. El milagro del regreso a la vida de Lázaro constituye, por lo tanto, un claro y fuerte recordatorio de que Jesús es el Dios de la Vida, que es la Vida Increada en sí misma, Causa de toda vida creatural; que Él es “la resurrección y la vida” y que Él ha vencido a la muerte con su sacrificio en cruz, por lo que el horizonte del cristiano se eleva desde la tierra al cielo, hacia la vida eterna, la vida celestial, suavizándose así los dolores y tribulaciones de la vida terrena, que se convierte así en una prueba limitada para alcanzar la eterna felicidad.
         “¡Lázaro, ven afuera!”. La resurrección de Lázaro es un milagro grandioso; sin embargo, comparado con el milagro más grande de todos, este milagro, por grandioso que sea, queda reducido casi a la nada: en la Santa Misa, por las palabras de la consagración, se produce la Transubstanciación, proceso realizado con la omnipotencia divina por medio del cual la materia inerte, sin vida, del pan y del vino, se convierten en la substancia glorificada humana –Alma y Cuerpo- de Jesús, unida a la Persona Divina del Hijo de Dios.  

“¡Lázaro, ven afuera!”. Si el milagro de la resurrección de Lázaro constituye un hecho asombroso que nos da esperanzas para la vida eterna y consuelo para quienes hemos perdido seres queridos, además de consolarnos con el hecho de saber que nuestro Dios, Cristo Jesús, es el Dios que es la Vida y la Resurrección, y que Él nos habrá de resucitar en el Último Día, el milagro de la Transubstanciación en la Santa Misa nos da a ese mismo Dios Viviente y glorioso, que es la causa de nuestra esperanza, Cristo Jesús. En el episodio, Jesús le declara a Marta que Él es la vida y la resurrección y que el que cree en Él no morirá; en la Santa Misa, Jesús, el Dios de la gloria, se nos da a sí mismo en la Eucaristía y nos concede, en germen, la resurrección y la vida eterna por la comunión eucarística. En el episodio evangélico, Jesús resucita a su amigo Lázaro, infundiendo de nuevo su alma en su cuerpo ya muerto; en la Santa Misa, Jesús convierte la materia inerte del pan y del vino, en su Cuerpo resucitado, en su Sangre Preciosísima, en su Alma gloriosa y en su Divinidad Santísima y se nos brinda como alimento super-substancial del alma, brindándonos en anticipo, ya desde esta vida terrena, el germen de la eterna bienaventuranza.

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