(Domingo
V - TC - Ciclo A – 2017)
“¡Lázaro, ven afuera!” (Jn
11, 1-45). El alma de Lázaro, que ya se había separado del cuerpo a causa del
proceso de la muerte, reconoce la potente voz de su Creador en la voz de Jesús
y, obedeciendo al instante, se une nuevamente con su cuerpo, que yacía sin vida
desde hacía cuatro días. A su vez, el cuerpo, que ya había entrado en un claro
proceso de descomposición orgánica, manifestado en el hedor característica que
desprenden los cadáveres, es regenerado por Jesús con su poder divino, de
manera que, al momento de la unión del alma con el cuerpo, éste es capaz de
recibir al alma, porque ya no está en proceso de descomposición, con lo que se
vuelve capaz de recibir su forma natural, el alma, la cual lo hace partícipe de
su vida. De esta manera, se produce uno de los milagros más clamorosos de
Jesús, el de la resurrección de Lázaro.
En cuanto tal, la resurrección de Lázaro es sólo temporal,
porque Lázaro murió definitivamente tiempo después, pero el alcance y
significado sobrenatural del milagro trasciende el dato particular de la
persona de Lázaro, para abarcar a toda la humanidad: si bien es una
resurrección corporal y temporal, en realidad, el milagro sirve como muestra y
anticipo de lo que será la resurrección final, al final del mundo cuando, una
vez terminado el tiempo terreno, Jesús dé inicio a la eternidad juzgando a la
humanidad. En ese momento, las almas de los buenos se unirán a las de sus
respectivos cuerpos, para ser glorificados, mientras que las almas de los malos
también harán lo mismo, pero para recibir el doble dolor que provoca el fuego
del infierno, en el cuerpo y en el alma. Hasta que esto suceda, el milagro de la
resurrección de Lázaro, por un lado, nos da consuelo para las tribulaciones de
esta vida, porque nos demuestra que Jesús es Dios y que en Él podemos poner
todas nuestras preocupaciones, mientras que por otro lado, nos da también
esperanza del reencuentro, por la misericordia de Dios, con nuestros seres
queridos fallecidos, por cuanto Él es, según lo afirma en el diálogo con Marta,
“la Resurrección y la Vida”. El milagro del regreso a la vida de Lázaro
constituye, por lo tanto, un claro y fuerte recordatorio de que Jesús es el
Dios de la Vida, que es la Vida Increada en sí misma, Causa de toda vida
creatural; que Él es “la resurrección y la vida” y que Él ha vencido a la
muerte con su sacrificio en cruz, por lo que el horizonte del cristiano se
eleva desde la tierra al cielo, hacia la vida eterna, la vida celestial, suavizándose
así los dolores y tribulaciones de la vida terrena, que se convierte así en una
prueba limitada para alcanzar la eterna felicidad.
“¡Lázaro, ven afuera!”. La resurrección de Lázaro es un
milagro grandioso; sin embargo, comparado con el milagro más grande de todos,
este milagro, por grandioso que sea, queda reducido casi a la nada: en la Santa
Misa, por las palabras de la consagración, se produce la Transubstanciación,
proceso realizado con la omnipotencia divina por medio del cual la materia
inerte, sin vida, del pan y del vino, se convierten en la substancia
glorificada humana –Alma y Cuerpo- de Jesús, unida a la Persona Divina del Hijo
de Dios.
“¡Lázaro,
ven afuera!”. Si el milagro de la resurrección de Lázaro constituye un hecho
asombroso que nos da esperanzas para la vida eterna y consuelo para quienes
hemos perdido seres queridos, además de consolarnos con el hecho de saber que nuestro
Dios, Cristo Jesús, es el Dios que es la Vida y la Resurrección, y que Él nos
habrá de resucitar en el Último Día, el milagro de la Transubstanciación en la
Santa Misa nos da a ese mismo Dios
Viviente y glorioso, que es la causa de nuestra esperanza, Cristo Jesús. En el
episodio, Jesús le declara a Marta
que Él es la vida y la resurrección y que el que cree en Él no morirá; en la
Santa Misa, Jesús, el Dios de la gloria, se
nos da a sí mismo en la Eucaristía y nos concede, en germen, la
resurrección y la vida eterna por la comunión eucarística. En el episodio
evangélico, Jesús resucita a su amigo Lázaro, infundiendo de nuevo su alma en
su cuerpo ya muerto; en la Santa Misa, Jesús convierte la materia inerte del
pan y del vino, en su Cuerpo resucitado, en su Sangre Preciosísima, en su Alma gloriosa
y en su Divinidad Santísima y se nos brinda como alimento super-substancial del
alma, brindándonos en anticipo, ya desde esta vida terrena, el germen de la
eterna bienaventuranza.
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