Cristo en casa de Marta y María,
(Matthias Musson)
(Domingo
XVI - TO - Ciclo C – 2016)
“María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra
(mientras) Marta estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa” (Lc 10, 38-42). Jesús va a casa de sus
amigos Lázaro, Marta y María, en Betania. Una vez allí, el Evangelio relata dos
acciones totalmente diversas entre una y otra hermana: “María, sentada a los
pies del Señor, escuchaba su Palabra (mientras) Marta estaba muy ocupada con
los quehaceres de la casa”. Es decir, mientras María está a los pies de Jesús,
escuchando su Palabra y contemplándolo, Marta, por el contrario, está “muy
ocupada con los quehaceres de la casa”. Contrariamente a lo que podría
pensarse, Jesús no solo no reprocha la actitud de María –para Marta, su hermana
debería ayudarla, en vez de contemplar y escuchar a Jesús-, sino que resalta y
destaca el valor de lo que hace, esto es, contemplarlo y escuchar la Palabra de
Dios.
¿Qué significa esta escena evangélica?
La
actitud de las dos hermanas, Marta y María, en relación a Jesús, pueden
significar varias cosas. Pueden significar, por ejemplo, dos vocaciones religiosas
distintas, contemplativos y activos; pueden significar dos llamados a la
santidad, sea la vocación religiosa –María- y la vocación seglar –Marta, que
aunque no lo contempla, trabaja igualmente para el Señor-; finalmente, pueden representar
también dos estados o momentos distintos, de una misma alma: María, cuando el
alma, iluminada por la gracia, ora, ama, adora y contempla a Jesús, el Hijo de
Dios encarnado, ya sea en la cruz o en la Eucaristía; Marta, cuando el alma, en
vez de orar, se ocupa de sus deberes de estado, aunque siempre teniendo, en la
mente y en el corazón, a Jesús.
Ahora
bien, de los estados, dice el mismo Jesucristo, es mejor –“la mejor parte”- el
de María, esto es, la escucha de la Palabra de Dios y la contemplación de
Cristo, y es en este sentido en el que se expresa San Buenaventura, cuando dice
que Cristo es el camino para ir a Dios.
En
un escrito, San Buenaventura da la clave para que el alma pueda llegar a Dios,
y esa clave es la contemplación de Cristo crucificado, puesto que Cristo es,
dice San Buenaventura, “el camino y la puerta (…) la escalera y el vehículo”[1]
que conducen a Dios. Quien contempla a Cristo crucificado, dice San
Buenaventura, con fe y con amor, realiza en Él la Pascua, es decir, el paso,
desde el desierto de esta vida, al paraíso, y compara al alma que esto hace,
con el Pueblo Elegido que atravesó el Mar Rojo y caminó por el desierto
alimentándose con el maná caído del cielo: el cayado con el que el cristiano
abre las aguas del Mar Rojo y atraviesa el desierto de la vida para salir de la esclavitud del pecado,
representado en la esclavitud de Egipto, es la Cruz, y el Maná que lo alimenta
en su peregrinar a la Tierra Prometida, la Jerusalén celestial, es la
Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre de Jesús, y es así cómo el cristiano realiza
la Pascua, el “paso” de esta vida a la otra, estando aún en esta vida,
comenzando a vivir, ya en esta vida, un “paraíso en la tierra”. Dice así San
Buenaventura: “El que mira plenamente (a Cristo) y lo contempla suspendido en
la cruz, con fe, con esperanza y caridad, con devoción, admiración, alegría,
reconocimiento, alabanza y júbilo, este tal realiza con él la pascua, esto es,
el paso, ya que, sirviéndose del bastón de la cruz, atraviesa el mar Rojo, sale
de Egipto y penetra en el desierto, donde saborea el maná escondido, y descansa
con Cristo en el sepulcro, como muerto en lo exterior, pero sintiendo, en
cuanto es posible en el presente estado de viadores, lo que dijo Cristo al ladrón
que estaba crucificado a su lado: Hoy estarás conmigo en el paraíso”[2].
Para San Buenaventura, como vemos, el “paraíso en la tierra”, es la
contemplación, con fe y con amor, de Cristo crucificado, y también la alimentación
del alma con la Eucaristía,
Quien
contempla a Cristo crucificado, cumple la Pascua, el paso de esta vida a la
eterna, aún en esta vida, pero para que el paso sea perfecto, es necesario
dejar de lado la actividad del intelecto, de manera que sea el Espíritu Santo
en Persona quien infunda los misterios supraracionales del Verbo de Dios
encarnado: “Para que este paso sea perfecto, hay que abandonar toda
especulación de orden intelectual y concentrar en Dios la totalidad de nuestras
aspiraciones. Esto es algo misterioso y secretísimo, que sólo puede conocer
aquel que lo recibe, y nadie lo recibe sino el que lo desea, y no lo desea sino
aquel a quien inflama en lo más íntimo el fuego del Espíritu Santo, que Cristo
envió a la tierra. Por esto dice el Apóstol que esta sabiduría misteriosa es
revelada por el Espíritu Santo”[3].
No quiere decir el santo que la contemplación sea una actividad irracional,
sino que, al tratarse de un misterio divino absoluto, es supraracional y sólo
el Espíritu Santo puede iluminar e ilustrar al alma con los misterios del Hijo
de Dios encarnado, y esa es la razón por la cual el alma debe “abandonar toda
especulación de orden intelectual”, para que sea el Espíritu Santo el que
actúe. Es esto lo que hace María, arrodillada a los pies de Jesús, escuchando
su Palabra y contemplando su Santa Faz.
La
contemplación de Cristo y el consiguiente paso de esta vida a la otra, no es
obra humana, sino de la gracia: “Si quieres saber cómo se realizan estas cosas,
pregunta a la gracia, no al saber humano; pregunta al deseo, no al
entendimiento; pregunta al gemido expresado en la oración, no al estudio y la
lectura; pregunta al Esposo, no al Maestro; pregunta a Dios, no al hombre;
pregunta a la oscuridad, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que
abrasa totalmente y que transporta hacia Dios con unción suavísima y
ardentísimos afectos”[4].
Esto quiere decir que la contemplación de Cristo y el conocimiento de sus
misterios, no es obra que surja del hombre, sino que es obra de la gracia, que
al hacerla partícipe de la vida divina trinitaria, hace que el alma conozca a
Dios como Dios se conoce a sí mismo, y eso es un conocimiento imposible de
lograr por las solas fuerzas humanas.
Pero
en la contemplación de Cristo, el Espíritu Santo no solo ilumina el intelecto
para que así pueda realizar la Pascua –esto es, el “paso” de este mundo al
Padre-, sino que al mismo tiempo, enciende al alma en el Amor de Dios, y para
esto es necesario desear morir a nosotros mismos; es necesario desear morir al
hombre viejo, al hombre apegado a esta vida terrena, para así poder desear y
amar la vida eterna contenida en Cristo Jesús. Esta tarea sólo la puede
realizar el Espíritu Santo, Fuego de Amor Divino, y así lo dice San
Buenaventura: “Este fuego es Dios, cuyo horno, como dice el profeta, está en
Jerusalén, y Cristo es quien lo enciende con el fervor de su ardentísima
pasión, fervor que sólo puede comprender el que es capaz de decir: Preferiría
morir asfixiado, preferiría la muerte. El que de tal modo ama la muerte puede
ver a Dios, ya que está fuera de duda aquella afirmación de la Escritura: Nadie
puede ver mi rostro y seguir viviendo. Muramos, pues, y entremos en la
oscuridad, impongamos silencio a nuestras preocupaciones, deseos e
imaginaciones; pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre”[5].
San Buenaventura dice algo muy fuerte: que debemos “amar la muerte”, y luego
nos anima a morir: “muramos”, pero es la muerte a nuestro propio yo, a nuestras
preocupaciones terrenas, nuestros deseos y nuestras imaginaciones, porque se
trata de morir al hombre viejo, para que nazca el hombre nuevo, el hombre que
nace “del agua y del Espíritu”, el hombre regenerado por la gracia santificante
contenida en la Sangre de Jesús y derramada en el alma por los sacramentos.
Culmina
San Buenaventura afirmando que, una vez contemplado el Padre por medio de
Cristo y por obra del Espíritu Santo, habremos llegado a nuestra Jerusalén, es
decir, habremos encontrado lo que deseaba nuestra alma, y eso nos basta como
cristianos: “Y así, una vez que nos haya mostrado al Padre, podremos decir con
Felipe: “Eso nos basta”; oigamos aquellas palabras dirigidas a Pablo: Te basta
mi gracia; alegrémonos con David, diciendo: Se consumen mi corazón y mi carne
por Dios, mi herencia eterna”[6].
Es decir, para el católico, lo único que es necesario en esta vida, es la
contemplación de Cristo crucificado –nosotros podemos agregar, también la
contemplación y adoración del Cristo Eucarístico, es decir, la adoración
eucarística-, y no necesita absolutamente nada más en esta tierra, porque
llegar al Padre, por Cristo, en el Amor del Espíritu Santo, es ya vivir, en
anticipo, la alegría, el gozo y el amor de la eterna bienaventuranza, y es esta
la razón por la cual dice que Jesús que la “parte de María”, hermana de Marta,
que es la escucha de la Palabra de Dios y la contemplación y adoración de esa
Palabra, crucificada en el Calvario y oculta, gloriosa, en la Eucaristía, es “la
mejor parte”.
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