“Seguidme y os hará pescadores de hombres” (cfr. Mt 4, 12-23). Jesús, predicando en Galilea, camina por la playa y encuentra a unos pescadores que se encuentran trabajando en su oficio: “limpiando redes”, dice el evangelio. Se detiene, mira a Pedro y a su hermano Andrés, y los llama para que sean “pescadores de hombres”. Ellos abandonan las redes y su oficio, y lo siguen. Más adelante, encuentra a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, también ellos pescadores, los llama para que sean sus discípulos y ellos, “dejando la barca y a su padre”, lo siguieron.
Podría parecer que, en esta escena, todo surge al acaso: a medida que Jesús camina por la playa del lago, se encuentra con unos pescadores, y como son los primeros a los que ve, los llama a ellos. Podría pensarse que simplemente fue una casualidad el hecho de que Jesús haya elegido a pescadores para que ocupen el puesto de Papa y de Apóstoles: así como eligió a unos pescadores, podría haber elegido a cualquier persona que ejerciese cualquier otro oficio: carpinteros, obreros, agricultores, etc., pero como caminaba por la playa, y era lógico que se encontrara pescadores, eligió a los pescadores.
Pero nada hay al acaso en la mente divina, porque Dios no obra al azar. En la mente de Cristo Dios,
Cada elemento del episodio de la elección de Pedro tiene un significado sobrenatural: la barca de Pedro es
La elección de los pescadores, entonces, no es al acaso, porque está destinada a constituir a
Tampoco es al acaso, ni es casualidad, que el llamado y la elección que Jesús hace de Pedro y sus discípulos sea en Galilea: es el cumplimiento de una profecía mesiánica, anunciada por Isaías: “¡Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, camino del mar, país de
Esta enigmática profecía de Isaías tiene su explicación, y está directamente relacionada con este evangelio: Isaías, refiriéndose a la tierra de Galilea, dice que es un pueblo que “habita en tinieblas” y en “oscuras regiones de muerte” (Is 9, 1ss).
Para los israelitas, los habitantes de Galilea caminaban en tinieblas, porque estaban lejos de Jerusalén del Templo de Salomón, en donde se rendía culto al Dios Único y Verdadero, y porque además eran ignorantes de la religión y de sus obligaciones. Vivían en tinieblas, porque eran comparados a los paganos, que al no ser alumbrados por la luz de Dios, viven en tinieblas.
Pero la profecía de Isaías se refiere principalmente a una realidad espiritual: las tinieblas en las que vive el pueblo, son las tinieblas del pecado, del error y de la ignorancia, y el pueblo, representado en la región de Galilea, es toda la humanidad: toda la humanidad, desde Adán y Eva, vive sumergida en la oscuridad del pecado, porque se ha alejado de Dios, Luz eterna, y fuera de Dios, única fuente de luz divina, sólo hay oscuridad y tinieblas. Y como Dios es también
El desenlace de esta situación, y la conexión con el evangelio de la elección de Pedro y sus discípulos, se ve cuando Isaías dice que sobre este pueblo, se eleva “una gran luz”, y que este pueblo “vio” esa luz: la luz que ve el pueblo, es decir, la humanidad, no es el astro sol, el que todos los días sale en el horizonte: la “luz” que la humanidad “ve” es Cristo, luz eterna de Dios, una luz que, a la vez, es vida, y vida eterna: “Yo Soy el Pan de Vida”.
Cristo dice de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo (Jn 8, 12)”, y Juan en su evangelio también lo dice: “El Verbo era Dios (…) era la luz de los hombres” (cfr. Jn 1, 1ss); Cristo dice de sí mismo: “Yo Soy el Camino,
Es por eso que quienes reciben a Cristo, son iluminados por su gracia, y con su gracia les es comunicada su vida, y quienes lo rechazan –lo rechazan las tinieblas-, permanecen en “tinieblas y en sombras de muerte”, lejos de la luz de Dios manifestada y comunicada por Cristo.
“El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz”. Hoy, igual que en los tiempos de Isaías, y mucho más aún, la humanidad vive en tinieblas mucho más densas, mucho más oscuras, mucho más peligrosas, porque en tiempos de Isaías, todavía no había llegado el Mesías, y los pueblos no conocían la luz de Dios; hoy, en cambio, el Mesías, que ya vino por primera vez en Belén, y murió en cruz y resucitó, es rechazado, una y otra vez, y no sólo es rechazado, sino que el Adversario de la humanidad, el demonio, es preferido a Cristo, haciendo realidad las palabras del evangelista Juan: “El Verbo era Dios (…) era la luz de los hombres (…) la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (cfr. Jn 3, 19).
Hoy los hombres han construido un mundo de tinieblas, porque han expulsado hasta el Nombre de Dios de todas las manifestaciones del hombre pero sobre todo ha sido arrojado del corazón del hombre: hoy el Dios de la vida no es tenido en cuenta para formular leyes, y por eso el hombre construye, con el aborto, la eutanasia, la eugenesia, la cultura de la muerte; los niños y los jóvenes, alentados por la indiferencia de sus padres, huyen de
Los hombres han enterrado los Mandamientos de Dios, para poder vivir amando las tinieblas, y así no sentir remordimiento. Incluso hasta en la misma Iglesia ha entrado la espesa niebla de Satanás, puesto que no se respeta al Santísimo Sacramento del altar, se comulga en pecado mortal, sin importar el sacrilegio, las criaturas se presentan ante Cristo Eucaristía vestidas indignamente, no se respeta a
El espíritu del anticristo sopla a sus anchas entre los hombres que caminan como muertos en medio de una sociedad anticristiana y antihumana.
Es necesario mirar en el interior de cada uno, para notar cómo disfrazamos nuestras almas cuando acudimos al Templo, y con cuánta necedad nos acercamos a Jesús, sin arrepentimiento, sin deseos de cambiar el corazón, con vanagloria y soberbia, sin darnos cuenta de que a Dios nadie lo engaña, sino que somos nosotros quienes nos engañamos a nosotros mismos.
“El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz”. Para nosotros, que vivimos en las tinieblas de muerte de un mundo sin Dios y anticristiano, también brilla una gran luz, una luz desconocida, sobrenatural, venida del cielo, que sólo puede ser percibida con la luz de la fe, con la pureza y la inocencia que da la gracia de Cristo, y es la luz que brota de
Adoremos a Cristo en
[1] Dionisio el Areopagita, cit. Evdokimov, P., El arte del icono. Teología de la belleza, Publicaciones Claretianas, Madrid 1991, 185.
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