martes, 16 de abril de 2019

Miércoles Santo



(Ciclo C – 2019)

“Quiero celebrar la Pascua en tu casa” (Mt 26, 14-25). El primer día de los Ázimos, los discípulos le preguntan a Jesús dónde quiere Él que le preparen el lugar para celebrar la Pascua: “¿Dónde quieres que te preparemos la comida pascual?”. Jesús les dice que vayan a la casa de un desconocido, de un discípulo anónimo, del cual no dice el nombre: “Vayan a la ciudad, a la casa de tal persona, y díganle: “El Maestro dice: “Se acerca mi Hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos”. Los discípulos van y hacen tal como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua. Imaginemos la dicha de este discípulo, del cual no sabemos el nombre, pues Jesús no lo dice, sino que dice: “la casa de tal persona”. Sería un hombre adinerado, pues primero no solo tiene una casa, sino que además esa casa es de dos plantas, el cual será luego el lugar en donde se llevará a cabo la Última Cena, la Primera Misa. Este hombre, al ser adinerado, contaría no solo con la estructura edilicia suficiente como para alojar a Jesús y a sus Discípulos, sino que además contaría con el dinero y los sirvientes suficientes como para solventar el gasto que significaba la Pascua para tanta cantidad de personas. Pero pensemos en el hecho de ser elegido por Jesús, para celebrar en su casa la Pascua: teniendo tantos enemigos rondando alrededor suyo, Jesús no confiaría en esta persona sino fuera una persona de suma confianza, lo cual significa amistad con Jesús, es decir, el discípulo dueño de la casa, además de adinerado, es amigo y discípulo confiable de Jesús y esa es la razón por la cual Jesús elige al dueño de la casa para celebrar allí la Pascua. Ubiquémonos ahora en el corazón de este hombre, cuya casa fue elegida por Jesús para celebrar la Pascua. ¿Acaso no saltaría de gozo el saber que no sólo puede ser útil a su Maestro, sino que su Maestro lo ha elegido a él, para celebrar en su casa la Pascua? En el Antiguo Testamento, los profetas decían: “Ojalá rasgaras los cielos y descendieras”, suplicando a Dios que bajara del cielo para colmar este erial que es la tierra con su Presencia majestuosa. Y sin embargo, Dios no lo hizo, a pesar del pedido del profeta. Ahora, no solo ha rasgado los cielos y ha descendido, al encarnarse en el seno de la Virgen María, sino que acude a la casa de esta persona para celebrar allí la Pascua. El pedido de este hombre, colmado por Jesús, sería: “¡Ojalá comieras la Pascua en mi casa!”. Antes de que se lo pida, Jesús satisface el pedido de este discípulo, que es amigo suyo de confianza. Jesús es el Dios que rasga los cielos y desciende, se encarna en el seno virgen de María y ahora, por una dignación del Amor de su Corazón, va a casa de este discípulo a comer la Pascua.
“Quiero celebrar la Pascua en tu casa”. Antes de que nosotros le digamos a Jesús que se digne celebrar la Pascua en nuestra casa, es Jesús quien se anticipa y nos dice: “Quiero celebrar la Pascua en tu casa”. Y esta Pascua se verifica en cada comunión eucarística, porque la Pascua es “paso” de esta vida a la otra y cuando comulgamos, aun cuando sigamos viviendo en este valle de lágrimas, en cierto sentido pasamos a la otra vida, al recibir la Vida Eterna del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Si nosotros pensáramos: “¡Ojalá Jesús descendiera del cielo y viniera a mi casa, a mi corazón, para celebrar la Pascua!”, esto ya lo tenemos cumplido y se cumple en cada comunión eucarística, en la que Jesús, habiendo bajado del cielo y habiéndose quedado en la Eucaristía, viene a nuestra casa, es decir, a nuestro corazón, para allí celebrar la Pascua con nosotros.



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