(Domingo
IV - TP - Ciclo C – 2016)
“Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen (…) y Yo les doy la
vida eterna” (Jn 10, 27-30). Jesús
utiliza la figura de un pastor y sus ovejas para graficar la relación que
existe entre Él –el pastor- y nosotros –las ovejas-, los bautizados en la
Iglesia Católica. Para entender la analogía, hay que analizar brevemente dos
cosas que hacen las ovejas en relación al pastor: conocen su voz y lo siguen
por el camino por el que va el pastor. Así también debe suceder con el
cristiano: reconocer la voz de Jesús y seguirlo. Ahora bien, reconoce su voz
quien ama y vive sus mandamientos (cfr. Jn
14, 21), los mandamientos específicos de Jesús en el Evangelio, como “amar a
los enemigos” (cfr. Mt 5, 44), “cargar
la cruz de todos los días, negarse a sí mismo y seguirlo” (Lc 9, 23)y “vivir las bienaventuranzas” del Sermón de la Montaña
(cfr. Mt 5, 1-12), lo cual a su vez está
estrechamente relacionado con cargar la cruz.
Entonces,
¿qué quiere decir, más en concreto, “conocer su voz”? Quiere decir entonces
amar al prójimo, pero no solo aquel con el que no tengo problemas, sino ante
todo con aquel que, por un motivo circunstancial, es mi enemigo, porque este es
el mandamiento específico de Jesús, que se opone a la ley del Talón –“ojo por
ojo y diente por diente”, del Antiguo Testamento-. Pero no se trata de amar con
el amor humano: se trata de amar “como Jesús nos ha amado” –“Ámense los unos a
los otros como Yo los he amado” (cfr. Jn
13, 34)- y Jesús nos ha amado con el Amor Divino, el Espíritu Santo, y hasta la
muerte de cruz; esto quiere decir que si no amamos al enemigo de la misma
manera que nos amó Jesús, entonces no escuchamos la voz del Pastor Supremo, no
lo conocemos y no lo seguimos, porque nos comportamos como ovejas que no
reconocen la voz de su pastor.
En
el rebaño, una vez que las ovejas reconocen la voz del pastor, lo siguen por el
mismo camino por el que va el pastor; no van por otro camino distinto, sino por
el mismo camino del pastor, porque así se sienten más seguras. ¿Cómo se traduce
esto en nuestra relación como cristianos con Jesús?
Así
como las ovejas, al reconocer la voz del pastor, lo siguen, entonces también
nosotros debemos reconocer la voz de Jesús que, camino del Calvario, nos dice: “Toma
tu cruz y Sígueme” (cfr. Mt 16, 24). Así
como las ovejas siguen al pastor, así también debe el cristiano seguir a Jesús,
tomando la cruz de cada día e ir en pos de Jesús por el Camino Real de la Cruz,
el Via Crucis. Este “tomar la cruz y
seguir a Jesús por el Via Crucis”, no
es algo dicho en un sentido sentimental, metafórico, simbólico o figurado:
significa verdaderamente negarnos a nosotros mismos –en nuestras pasiones, en
nuestra soberbia, en nuestro pecado dominante-, tomar la cruz para seguir a
Jesús hasta el Calvario y ser crucificados con Él y morir con y junto a Él,
como el Buen Ladrón para así, como el Buen Ladrón, para crucificar nuestras
pasiones y así prepararnos para el Paraíso en la vida eterna (cfr. Lc 23, 43); tomar la cruz quiere decir seguir
a Jesús para morir al hombre viejo, al hombre dominado por las pasiones, la
concupiscencia y el pecado, para morir al hombre que es hijo de las tinieblas a
causa de la maldad de su corazón: “Porque de adentro, del corazón de los
hombres, salen los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios,
adulterios, avaricias, maldades, engaños, sensualidad, envidia, calumnia, orgullo
e insensatez.…” (Mc 7, 21-22); tomar
la cruz y seguir a Jesús quiere decir amar y vivir las bienaventuranzas
proclamadas por Jesús en el Sermón de la Montaña, que es a su vez una
consecuencia de cargar la cruz y seguirlo por el camino del Calvario, porque el
bienaventurado en esta tierra no es el que es alabado por el mundo por su vida
y pensamientos mundanos, ni el que disfruta sensualmente de las pasiones, ni el
que posee riquezas materiales: el bienaventurado es el que está crucificado con
Jesús, porque las bienaventuranzas son una participación a la Cruz de Jesús en
el Calvario; seguir a Jesús significa morir al hombre viejo, para dar
nacimiento al hombre nuevo, al hombre que vive la vida de la gracia, la vida de
los hijos de Dios, la vida que hace del corazón del hombre una copia viviente
de los Sagrados Corazones de Jesús y de María y hace del cuerpo un templo del
Espíritu Santo; la vida de la gracia y la Presencia del Espíritu Santo en el
cristiano se ve cuando el cristiano muestra, no con sermones, sino con obras, la
misericordia misma de Jesús: es el que da a los demás la mansedumbre y el amor
de Jesucristo; es el que muestra con obras que el Espíritu Santo mora en él y
le ha dado sus dones –sabiduría, consejo, temor de Dios- y sus frutos: justicia,
paz y gozo en el Espíritu Santo (Gál
5, 22) y no según el espíritu del mundo. El que sigue a Jesucristo se une, en
estado de gracia, a su Cuerpo glorioso por la Comunión Eucarística, recibiendo
del Cuerpo Eucarístico de Jesús la vida nueva, la vida de la gracia, la vida
eterna, porque el Cuerpo Eucarístico de Cristo es la “fuente de la vida de Dios”,
como dice San Efrén: “A ti sea la gloria, que te revestiste de un cuerpo humano
y mortal, y lo convertiste en fuente de vida para todos los mortales”. Y ese
Cuerpo, ya resucitado y glorioso, “fuente de vida (eterna) para los mortales,
está en la Eucaristía.
Entonces,
escuchar su voz que nos dice: “Toma tu cruz y Sígueme” es lo que debe hacer el
cristiano, para ser como la oveja que conoce la voz de su pastor y lo sigue. Pero,
para no seguirlo sólo con la imaginación, sino en la realidad y para unirnos a
Él en la cruz de un modo también real y verdadero, tenemos que preguntarnos: ¿dónde
está la cruz de Jesús? ¿Dónde está Jesús en la cruz? Y la respuesta es que Jesús
crucificado está, de manera real y verdadera, en Persona -no de modo simbólico,
metafórico o imaginario-, en la Santa Misa, porque la Misa es la renovación
incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, por lo que es la Santa
Misa nuestro Nuevo Monte Calvario, en donde llega a su culmen nuestra unión con
Jesús. Dice también San Efrén: “Venid, ofrezcamos el sacrificio grande y
universal de nuestro amor, tributemos cánticos y oraciones sin medida al que
ofreció su cruz como sacrificio a Dios, para enriquecernos con ella a todos
nosotros”[1]. “Ofrecer
el sacrificio grande y universal” significa participar de la Santa Misa, en
donde por manos del sacerdote ministerial, ofrecemos al Padre a Jesús
crucificado y nos ofrecernos a nosotros, al Padre, en Él. Y el que esto hace, continúa
San Efrén, se “enriquece con la cruz”, y esta riqueza consiste en recibir el
Espíritu Santo, el Amor Increado, que es Quien nos hace nacer a la nueva vida,
la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios. Es para esto que la oveja,
que conoce la voz del pastor, lo sigue –el discípulo carga la cruz y sigue a
Jesús-: para recibir del Pastor Eterno la Vida eterna, la vida de Él, que es la
vida misma de Dios Trino, y no la vida nuestra, la temporal o terrena, sino la
vida de la gracia.
Por último, la relación entre Jesús y nosotros se fundamenta
en la relación entre Él y el Padre: “El Padre y Yo somos uno” y al ser uno –un mismo
Dios-, están unidos por el Amor del Padre y el Hijo, el Espíritu Santo, el
mismo Espíritu que Jesús concede a quien se une a Él en la Eucaristía. Esto quiere
decir que quien se une a Jesús, se une también al Padre, es el Espíritu Santo recibido
de Jesús, el que lo une al Padre. Unirse a Jesús Eucaristía es unirse a Dios
Trino: al comulgar el Cuerpo sacramentado de Jesús, Dios Hijo, Él nos infunde
el Espíritu Santo, el Amor de Dios, que nos une al Padre, que está en Jesús y
es uno con Él. Unirse a Jesús quiere decir unirse a Dios en el Divino Amor.
“Mis
ovejas escuchan mi voz y me siguen (…) y Yo les doy la vida eterna”. Quien es
de Jesús, escucha su voz, lo reconoce y lo sigue por el Camino Real de la Cruz,
el Via Crucis. Quien es de Jesús,
escucha su voz, lo reconoce, se niega a sí mismo y se une a Él en el Santo Sacrificio
del Altar, la Santa Misa, para así comenzar a vivir, ya desde esta vida
terrena, la vida nueva de los hijos de Dios, la participación en la vida misma de Dios Trino, la vida eterna.
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