"Entrada de Jesús en Jerusalén"
(Pedro de Orrente)
(Ciclo
B – 2018)
Jesús
ingresa en Jerusalén, tal como estaba profetizado en el Antiguo Testamento,
montado en una cría de asno: “Tu rey viene a ti, oh Jerusalén, montado en una
cría de asno” (cfr. Zac 9, 9). Le salen
al encuentro todos los habitantes de Jerusalén, sin exceptuar ninguno. Todos están
jubilosos, alegres, y le cantan hosannas y aleluyas, porque todos han recibido
milagros y favores de Jesucristo y todos los recuerdan y todos se lo agradecen.
A las puertas de Jerusalén, con palmos en las manos, están los que han sido
vueltos a la vida; los que han sido curados de toda clase de enfermedades; los
que han sido liberados de los demonios que los atormentaban; los que han sido
alimentados con los milagros de los panes y los peces multiplicados por la omnipotencia divina de Jesucristo. El Domingo
de Ramos todos está exultantes, alegres, y entonan cánticos en honor de
Jesucristo. Todos reconocen en Jesucristo al Mesías de Dios.
Pero solo unos días más tarde, el Viernes Santo, esa misma
multitud exultante, cambiará radicalmente: sus semblantes alegres se volverán
furiosos; sus cánticos de alabanza, se convertirán en blasfemias; sus hosannas
y aleluyas, se convertirán en improperios y amenazas de muerte. Si el Domingo
de Ramos todos amaban a Jesús y lo reconocían como al Mesías, ahora todos rechazan
a Jesucristo como Mesías, lo tratan de impostor y desean su muerte. ¿Por qué se produce entre los
habitantes de Jerusalén un cambio tan radical? ¿Por qué el Domingo de Ramos
están exultantes y el Viernes Santo, llenos de odio hacia Jesús? La razón del
abrupto cambio de ánimo de los habitantes de Jerusalén entre el Domingo de
Ramos y el Viernes Santo se encuentra en el hecho de que ambas escenas son
representaciones de realidades sobrenaturales relacionadas con el misterio de
la salvación. En otras palabras, cada elemento de las dos distintas escenas
representa una realidad sobrenatural en relación directa con el misterio
salvífico de Jesucristo. Así, Jesús es Dios Salvador; la Ciudad Santa de
Jerusalén es figura del alma; los habitantes que aclaman a Jesús entre cánticos
de alegría, es el alma en estado de gracia; los mismos habitantes de Jerusalén
que el Viernes Santo cubren de insultos, escupitajos y puñetazos a Jesús, son
la misma alma, pero en estado de pecado mortal, sin la gracia santificante. Esto
es entonces lo que representan, simbólicamente, las dos escenas: Jesús entrando
en Jerusalén el Domingo de Ramos, siendo reconocido como el Mesías y siendo
recibido con cánticos de alegría, es el alma que recibe a Jesús Eucaristía en
estado de gracia: Jerusalén es figura del alma y el canto y la alegría es
figura de la gracia. Cuando el alma está en gracia, reconoce a Jesús como a su
Salvador y lo recibe como tal.
Por
el contrario, Jesús siendo expulsado de la Ciudad Santa el Viernes Santo, es la
representación del alma que, por el pecado mortal, expulsa a Jesús de su
corazón, de su alma, de su vida, y lo crucifica con sus pecados. No debemos
creer que nuestra vida espiritual –en gracia o en pecado- es indiferente al
Hombre-Dios Jesucristo: cuando estamos en gracia, somos como la Jerusalén del
Domingo de Ramos, que recibe a su Rey Mesías con cánticos de alegría y
demostraciones de amor; cuando el alma está en pecado mortal, es esa misma
Jerusalén que condena a muerte a su Redentor, le carga una cruz y lo expulsa de
sí misma, para matarlo. El pecado no es sino el deseo de que Dios muera en el
propio corazón, de manera tal de poder hacer la propia voluntad y no la
voluntad de Dios, que está expresada en los Diez Mandamientos.
El
pecado, que nace de lo profundo del corazón humano sin Dios, es causado por el
libre albedrío humano, instigado al mal por el Tentador del hombre, Satanás. El
pecado no es ni será jamás una metáfora utilizada como un símbolo para indicar
a los hijos de Dios el camino a evitar. El pecado es una realidad espiritual,
es la ausencia de la gracia en el alma; es la muerte ontológica del espíritu
humano que sin la gracia no sobrevive y muere a la vida de Dios. El pecado separa
al hombre de Dios y de sus hermanos; lo aparta, lo aísla, y lo convierte en
presa fácil del Demonio. Dios perdona el pecado, pero hay un pecado que no
perdona, y es el pecado del cual el hombre no se arrepiente. Dios es
Misericordia Infinita y perdona toda clase de pecados, pero hay un pecado que
no puede perdonar y es el pecado del cual el hombre no se arrepiente, porque
para que Dios nos perdone, es necesario que libremente pidamos su Misericordia
y libremente hagamos el propósito de no volver a cometer ese pecado. Dios perdona
al pecador que se arrepiente sinceramente, que toma conciencia de su pecado,
que se duele de haber cometido el mal y que hace el propósito de no volver a
cometerlo. La expulsión de Jesús de Jerusalén el Viernes Santo es la expresión
gráfica de que no puede coexistir en el alma el pecado –la Jerusalén que
expulsa a Jesús- y la Santidad Increada, Cristo Jesús. O en el alma está la
gracia de Dios y con ella Cristo Jesús –Jerusalén en el Domingo de Ramos- o en
el alma no está la gracia de Dios y el Hombre-Dios es expulsado de ella –Jerusalén
el Viernes Santo-. No hay convivencia posible entre la santidad de Jesucristo y
el pecado y lo que era pecado para Adán y Eva, al inicio de los tiempos,
seguirá siendo pecado hasta el fin de los tiempos, hasta el Último Día de la
historia humana, hasta el Día del Juicio Final. No hay autoridad humana –eclesiástica
o no eclesiástica- ni angélica que pueda cambiar la realidad ontológica del
pecado de ser ausencia de bien, ausencia de gracia y por ende, presencia del
mal. El pecado es y seguirá siendo pecado hasta el fin del tiempo.
El
pecado jamás puede ser visto como algo “natural” que en algún momento deberá
ser aceptado. Es verdad que Dios ama al pecador, pero esto no cambia la
realidad de malicia y ausencia de gracia que es el pecado y si Dios nos ha dado
los Diez Mandamientos, es porque por esos Mandamientos evitamos el pecado y a
partir de Jesucristo, podemos vivir en su Presencia porque la gracia de
Jesucristo es la que nos concede la fuerza divina necesaria para no caer en
ningún pecado. Hagamos el propósito, en esta Semana Santa, de que nuestras almas
sean siempre como la Jerusalén del Domingo de Ramos, el alma en gracia, que
reconoce a Jesús como a su Mesías, Rey y Señor y lo ama y lo adora con todas
sus fuerzas y se alegra y perfuma con la alegría y el perfume de la gracia. Que
en nuestros corazones siempre sea reconocido Jesucristo, el Dios de la
Eucaristía, como nuestro Único Rey y Señor.
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