“Los
ángeles de Dios se alegran por un solo pecador que se arrepiente” (Lc 15, 1-10). Los fariseos y los escribas, al ver que Jesús era
escuchado por publicanos y pecadores, murmuran entre sí y dicen: “Este recibe a
los pecadores y come con ellos”. Esta murmuración, percibida por Jesús, da
ocasión para que el Señor relate dos parábolas, la del pastor que encuentra a la
oveja perdida y la de la mujer que encuentra la dracma perdida. En ambas
parábolas, hay coincidencias: algo de valor se pierde, el dueño lo busca, lo
encuentra y se alegra por haberlo encontrado. El significado es el siguiente:
lo que se pierde es el hombre que, creado por Dios a su imagen y semejanza para
amarlo, servirlo y adorarlo, se pierde por el pecado y en vez de buscar su
felicidad en Dios, la busca en el mundo y en el pecado; el que busca, en las
parábolas, es el Hijo de Dios, quien baja desde el Cielo y se encarna en el
seno de María Santísima, para ofrendarse como Víctima Inmolada en la Cruz y así
rescatar al hombre perdido. La alegría que experimentan los ángeles es también
la alegría que experimenta Dios Hijo al ver que el fruto de su Sangre derramada
en la Cruz es la conversión del alma, que deja de buscar su consuelo y
felicidad en las cosas de la tierra, para buscarla en el Reino de los cielos. A
esto se refiere Jesús cuando dice: “Así también se alegran los ángeles de Dios
por un solo pecador que se arrepiente”.
El
pecado no es nunca causa de alegría, pero un pecador que se convierte, es
decir, que deja el pecado para buscar su alegría y consuelo en Cristo Dios y su
Reino, sí es causa de alegría. Hagamos el propósito de dejar el pecado y las cosas de la tierra y de convertir
nuestro corazón, es decir, de alegrarnos por Dios y buscar su gracia, que es el
anticipo del Cielo en la tierra y así se alegrarán los ángeles del Cielo por
nuestra conversión.
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