lunes, 17 de enero de 2011

El Hijo del hombre es el Señor del Domingo


“¿Por qué tus discípulos hacen en sábado lo que no está permitido?” (cfr. Mc 2, 23-28). Los fariseos reprochan a Jesús que sus discípulos no respetan el sábado, considerado día de descanso por la ley mosaica (cfr. Éx 20, 10), para permitirles dedicarse al culto público a Dios, y el arrancar espigas, aunque sea para comer, era tomado como una falta legal. No los mueve la recta intención de cumplir la ley, sino el buscar argumentos con los cuales acusar a Jesús, puesto que era práctica de los judíos utilizar la observancia de la ley para imponer cargas insoportables a los demás[1].

Jesús les responde trayendo a colación una violación de la ley cometida nada menos que por el Rey David, quien, sintiéndose con hambre, no dudó en entrar, él con sus súbditos, en el templo, y comer el pan de la proposición, es decir, el pan que sólo podían comer los sacerdotes.

La enseñanza de esta violación de la ley, por parte de David, que justifica la violación del descanso sabático por parte de sus discípulos, es que “el sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado”, es decir, las disposiciones legales pueden ser dejadas de lado cuando hay en juego un bien superior, como en este caso, la subsistencia del hombre.

Jesús les hace ver que la prescripción de no trabajar en sábado no es una reglamentación absolutamente rígida e inmutable, basada en la naturaleza de las cosas, sino una ordenación positiva, dada en beneficio de los hombres. Lo que los fariseos no pueden comprender, y es lo que Jesús les quiere hacer ver con el ejemplo de David, es que la letra de la ley no debe ser seguida cuando va en contra de las exigencias de la caridad y las necesidades de los hombres[2].

Además, para coronar esta enseñanza, Jesús dice: “por lo tanto, el Hijo del hombre es también señor del sábado”, lo cual significa que Él, que es el “Hijo del hombre”, el Mesías y Señor, tiene autoridad para interpretar o incluso para abrogar el sábado, y de esa manera, Jesús afirma implícitamente su divinidad[3].

Cuando Jesús dice: “El Hijo del hombre es señor del sábado”, está diciendo que Él es Dios y que, en cuanto Dios, es dueño del tiempo, y por lo tanto, es dueño de abrogar el sábado y cambiarlo por otro día, como lo hará efectivamente resucitando el Domingo: al resucitar el día Domingo, Jesús abroga el sábado como día de culto dedicado a Dios, y consagra el Domingo, y así el Domingo es el verdadero “Dies Domini”, o Día del Señor.

Jesús es Dueño del tiempo, es Dueño del Domingo, y el Domingo es su día, es el Día de los días, por el cual la Iglesia toda, y en cierta medida el mundo entero, participan de la Resurrección de Cristo en el sepulcro.

El Domingo, a partir de Cristo, es el día por el cual se participa de la resurrección de Cristo, resurrección por la cual la humanidad entera ve abiertas las puertas del cielo y, más que las puertas del cielo, la humanidad entera ve abierta la posibilidad de entrar en comunión de vida y de amor con las Tres Personas de la Trinidad. El Domingo se convierte así en un día de alegría y de fiesta, pero el Domingo es día de alegría y de fiesta, por la resurrección de Cristo, y porque Cristo nos ha rescatado al precio de su sangre, nos ha concedido la filiación divina, y por su gracia nos hace partícipes de la vida misma de Dios Uno y Trino: esa es la causa de la alegría del Domingo, y no las causas mundanas, como se hace hoy: hoy no se respeta el Día del Señor, se considera al domingo como el día del descanso, del paseo, de las carreras, del fútbol, pero no el día de la resurrección del Señor.

Los cristianos deberían estructurar y organizar el Domingo en torno a la misa y colocarla en el primer lugar de las prioridades; la misa debería ser el centro del Domingo, de la semana, y de la vida toda del cristiano, pero en vez de dedicarse a adorar a su Dios el día Domingo, por medio de la Santa Misa, los cristianos corren tras los ídolos construidos por el hombre, y así pasan el Día del Señor olvidándose de la Resurrección de Cristo, buscando vanamente la felicidad en la diversión, en el descanso, en el paseo, en las compras, en las carreras, en el deporte, en los espectáculos, en el cine, sin darse cuenta de que, olvidándose de Cristo Dios, que ha resucitado el Domingo, toda felicidad buscada y encontrada en el mundo, no es más que “vanidad de vanidades”, que pasa como un soplo, y deja un sabor amargo en el alma.


[1] Cfr. Orchard, B. et al., 497.

[2] Cfr. ibidem, o. c., 498.

[3] Cfr. ibidem.

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