“A vino nuevo odres nuevos” (cfr. Jn 1, 29, 34). En este evangelio, Jesús se aplica a sí mismo uno de sus nombres, y es el de “esposo”: cuando le preguntan porqué sus discípulos no hacen ayuno, como los de Juan, Jesús les responde que no se puede ayunar cuando se está con el Esposo, porque hay alegría; en cambio, cuando el Esposo les sea quitado, entonces ayunarán. Está anticipando, en lenguaje simbólico, su Pasión: Él, que es el Esposo de la humanidad, será quitado de en medio de los hombres cuando sea crucificado y muerto en la cruz. Entonces, cuando Él muera en la cruz, cuando Él entregue su vida, derramando su sangre hasta la última gota por su Esposa, la Iglesia, entonces sí los amigos del Esposo habrán de hacer ayuno.
Jesús se compara con un esposo humano para graficar la intensidad del Amor divino demostrado a los hombres en la Encarnación: así como un esposo ama a su esposa al punto de ser uno con ella, así Dios se encarna, se une a una naturaleza humana, hasta ser uno con ella, sin mezcla ni confusión, pues unido hipostáticamente, personalmente, a una naturaleza humana, a un cuerpo y a un alma humanos, permanece como es desde la eternidad, Dios Perfectísimo.
Jesús usa al amor esponsal como analogía para graficar la intensidad del amor que Dios tiene por la humanidad, y también por la Iglesia, porque es la Iglesia la que recibe el nombre de “Esposa del Cordero”. Es de este amor esponsal y místico de Cristo por la Iglesia y por la humanidad, de donde se desprenden las características del amor de los esposos terrenos: fiel, único, indisoluble, intenso, tan intenso, que lleva al extremo de la cruz, al extremo de entregar su vida por su Esposa, la Iglesia.
La Esposa de Cristo Esposo es la Iglesia, y es la humanidad, y por lo tanto, es el Esposo de cada alma, y es con cada alma con la cual busca la unión mística y espiritual, por la Encarnación, para donarle, a cada alma, la totalidad de su Amor Esponsal, y ese Amor Esponsal lo dona en la cruz, y lo renueva en acto presente en cada comunión eucarística. Es para celebrar las bodas místicas entre el Cordero y el alma, que Dios Padre ofrece un banquete celestial, el banquete escatológico, en donde se sirve alimento de ángeles, la carne del Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo, el Pan de Vida eterna, y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la sangre del Cordero derramada en la cruz y recogida en el cáliz del altar.
“A vino nuevo, odres nuevos”. No puede el alma, destinada a recibir tan grande don de Dios, presentarse a las bodas del Cordero con ropa sucia, vieja y gastada, esto es, las obras del hombre viejo, el mal, el pecado, el rencor o el odio contra el prójimo, o cualquier clase de mal. La santidad del Amor divino, donado en la Eucaristía, es incompatible con la maldad del corazón humano. El corazón humano debe estar renovado por la gracia, por la santidad y la vida divina, y sólo así será un odre nuevo que podrá albergar el Vino Nuevo, la Sangre del Cordero. Sólo así podrá celebrar sus propias bodas con el Cordero.
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