martes, 28 de julio de 2015

“Explícanos la parábola de la cizaña en el campo”


El Demonio siembra la cizaña, el deseo del mal, en el mundo.

“Explícanos la parábola de la cizaña en el campo” (Mt 13, 36-43). Para interpretar a la parábola, no debemos recurrir a ningún autor humano: en la parábola de la cizaña, es el mismo Señor quien da la interpretación: el que siembra la cizaña, es el Demonio; la cizaña son los que pertenecen al Demonio; el campo es el mundo; el que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; los cosechadores son los ángeles; la separación entre buenos y malos, de forma definitiva, es el fin del mundo, cuando Él mismo, en persona, venga a juzgar a buenos y malos.
Una cosa nos queda bien clara en esta parábola, y es el hecho de que el Demonio, como bien lo explica Nuestro Señor, es una entidad maligna, personal, espiritual; es un ser que es persona, puesto que actúa con inteligencia y voluntad -y eso es lo que caracteriza a una persona, sea Divina, angélica o humana-, que actúa deliberadamente para destruir y arruinar -si le fuera posible, para siempre- la Obra de Dios, que es el hombre. Tal como Jesús lo desenmascara en la parábola, el Demonio actúa con inteligencia y voluntad, aunque con ambas potencias angélicas, dominadas y pervertidas por el mal, puesto que su accionar es perverso, desde el momento mismo en que persigue destruir la Obra de Dios en el mundo, sembrando el mal entre los hombres y haciendo lo opuesto a lo que hace Dios: mientras Dios siembra la “buena semilla”, que es su gracia santificante en las almas de los hombres, lo que da como fruto la santidad y el hombre santo, así el Diablo siembra en el corazón humano su semilla, la cizaña, el deseo del mal, lo que se traduce en obras malas, volviendo al hombre malo y convirtiéndolo en su obra, la cizaña.
La siembra de Dios en el alma, su gracia santificante, da como fruto la santidad del alma y es esto lo que sucede con los santos: los santos son santos porque han dejado germinar y fructificar la semilla de Dios, la gracia, por la cual el alma se vuelve santa al inhabitar en ella la Trinidad, y esta santidad se demuestra con las obras: “El hombre bueno –santo-, del buen tesoro de su corazón saca lo que es bueno” (Lc 6, 45ª). Las obras de los santos son buenas y santas porque en ellos inhabita el Hijo del Padre, siendo Él el que obra a través de su Espíritu las obras santas.
El demonio, llamado “la Mona de Dios” -puesto que en todo lo imita a Dios, pero lo hace todo mal- siembra también su “mala semilla” que es la cizaña, la apetencia y la atracción por el mal, y el fruto de esta mala semilla son las obras malas, el pecado, convirtiendo así al hombre en un pecador obstinado, empedernido: “El hombre malo –pecador-, del mal tesoro saca lo que es malo; porque de la abundancia del corazón habla su boca” (Lc 5, 45b). Con el deseo del mal sembrado en el corazón, el Demonio potencia y fija en el mal todo lo malo que “brota del corazón del hombre”[1], haciéndolo partícipe de su rebelión y maldad demoníacas.
Esto nos hace ver, por lo tanto, que erran por completo los teólogos que quieren ver en el Demonio sólo “un mal difuso”, puesto que el Demonio es un ser personal, un ángel caído, que posee su naturaleza angélica, pero que ha perdido la gracia santificante con la que fue creado, por libre determinación y así se ha convertido voluntariamente en un ser espiritual maligno, “pervertido y pervertidor”[2]. Erran también por completo quienes atribuyen a Dios Trino la causa de sus males: Dios, como enseña Santo Tomás, sólo “permite el mal” y nunca lo causa, y si lo permite, es porque con su omnipotencia y sabiduría infinitas, sacará un bien infinito, de ese mal permitido.
Ahora bien, como lo explica Nuestro Señor, esta acción del Demonio, de “sembrar cizaña”, es debido a la permisión divina y la misma durará sólo hasta que el mismo Jesús, en unión con el Padre y el Espíritu, diga: “El tiempo se terminó” y dé inicio al Juicio Final.
Por el momento, es el Demonio quien siembra la cizaña, mientras “los cosechadores duermen”: se refiere al tiempo actual, en el que la actividad del Demonio y sus ángeles caídos es intensa, mientras que los ángeles buenos “duermen”, en el sentido de que no actúan porque todavía no llegó el tiempo. Solo al fin del mundo, cuando el Dueño del campo llegue –Él mismo, el Hombre-Dios, quien llegará como Justo Juez-, “despertará a los cosechadores” –es decir, permitirá que los ángeles buenos detengan el obrar de los ángeles malos- y estos, separando a la cizaña del trigo, quemarán la cizaña y separarán la buena semilla, para conducirla al Reino de los cielos: en el Día del Juicio Final, los ángeles buenos separarán a los hombres malos de los buenos, para que cada uno reciba lo que mereció con sus obras: a los buenos, les dará el cielo, mientras que a los malos, la “eterna condenación”[3], la que buscaron y merecieron con sus obras malas, despreciando y rechazando la salvación, la única salvación, dada “en el Nombre de Jesús” (Hch 4, 12).




[1] Cfr. Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23: “Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de males: las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino”.
[2] Tal como lo han enseñado los Papas en su magisterio, incluido el actual Papa Francisco.
[3] Cfr. Misal Romano, Plegaria Eucarística I, en donde la Iglesia pide a Nuestro Señor, que está por consumar su sacrificio en la cruz, que por el mismo, renovado de modo incruento en el altar eucarístico, nos libre de la “eterna condenación”.

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