“Jesús se transfiguró delante de sus discípulos” (cfr. Mt 17, 1-9). En el Monte Tabor, delante de sus discípulos, Jesús se transfigura: sus vestidos, pero sobre todo su rostro, sus manos, sus pies, se vuelven de un blanco deslumbrante, porque emiten una luz intensa, de origen celestial, que brota de Él como de su fuente. La luz, en el lenguaje bíblico, significa gloria, y es la gloria que Cristo, en cuanto Dios Hijo, tiene desde la eternidad. En el Monte Tabor,
Si esto es así, es decir, si Jesús posee esta luz y esta gloria desde la eternidad, como Hijo de Dios, y desde el momento de su concepción virginal, como Hijo de María, surge la pregunta de por qué Jesús no se transfiguró antes, ya que la glorificación es el estado natural de Jesús, porque Jesús es Dios, y por lo tanto, ya desde su nacimiento Jesús debería haber aparecido ante los hombres así como está ahora, en el Monte Tabor, transfigurado, resplandeciente de luz.
La respuesta es que Jesús no fue glorificado en su Cuerpo al nacer, por un milagro, que detuvo su glorificación, para poder sufrir
La otra pregunta es porqué Jesús se transfigura en el Monte Tabor, y no en otro momento y en otro lugar, y la respuesta es que lo hace en el Monte Tabor, antes de sufrir
Es por esto que
Pero además de contraponerlo con el Monte Calvario, el pasaje del Monte Tabor debe ser contemplado a la luz de las profecías del "Siervo sufriente de Yahvéh" de Isaías: “No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que diésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta” (53, 4-5). En el Monte Calvario, como consecuencia de los golpes y de las injurias recibidas de los hombres, Jesús queda irreconocible, “como ante quien se oculta el rostro”, y es por eso que
Los dos montes se contraponen: el del Tabor, y el del Calvario. En el Monte Tabor, la humanidad de Cristo recibe la gloria del Padre, la misma gloria que como Dios Hijo posee desde toda la eternidad. Como consecuencia de esta glorificación, su Cuerpo y su Alma experimentan paz y alegría infinitas, inconmensurables.
La luz de su rostro es una expresión visible de lo que su alma experimenta, sumergida en la inmensidad dichosa y feliz del Ser divino. Su rostro se ilumina y refleja exteriormente la glorificación que del Padre recibe como Hijo desde la eternidad, desde que fue engendrado en el seno del Padre. También sus manos, sus pies, y hasta su túnica, resplandecen con una luz radiante, desconocida para el hombre; una luz que es, al mismo tiempo, vida, amor, paz, alegría. Quienes lo acompañan, Pedro, Santiago y Juan, experimentan la paz, la alegría, la felicidad, de la contemplación de Cristo glorioso: “¡Qué bueno es estar aquí!”, dice Pedro, extasiado por la hermosura del Ser divino reflejado en Cristo.
El Tabor es obra del Padre, porque es el Padre quien le comunica a Dios Hijo su gloria, desde toda la eternidad.
Por el contrario, muy distinto será lo que su Humanidad Santísima experimentará en el Monte Calvario, obra de los hombres. Su rostro, en vez de ser cubierto de luz y de gloria, será cubierto de golpes y de ignominia; sus ojos, en vez de ver el rostro del Padre y llenarse de alegría, como en el Monte Tabor, verá en el Monte Calvario los rostros enardecidos de los hombres, que expresarán ira, furor, rabia, contra su Dios; su rostro será cubierto de cachetazos, de trompadas, de salivazos; sus mejillas quedarán cubiertas de moretones, y uno de sus ojos quedará cerrado a causa de una de las tantas trompadas que recibirá; su cabello quedará empapado por el sudor sangriento de la agonía del Huerto, sufrida por la visión de los pecados de los hombres y de las almas que, a pesar de su sacrificio, habrían de condenarse; sus labios quedarán partidos y sangrantes, por la sed y por los golpes, y el único líquido que recibirá para refrescar su sed, será el vinagre que le alcanzarán cuando esté crucificado; en el Monte Tabor, cuando Jesús está glorioso y lleno de luz, está acompañado de los discípulos, que quieren quedarse con Él; en el camino del Monte Calvario, en el Via Crucis, por el contrario, se encuentra acompañado únicamente por su Madre,
“Jesús se transfiguró delante de sus discípulos”. A Santa Catalina de Siena, Jesús se le apareció con dos coronas, una en cada mano: una de oro, y otra de espinas, y le preguntó cuál de las dos quería; Santa Catalina eligió la corona de espinas.
A nosotros Jesús no se nos aparece, pero desde
[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964.
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