viernes, 18 de marzo de 2011

El Dios de la gloria, que se muestra resplandeciente de luz y de gloria en el Tabor, quedará cubierto de sangre y de ignominia en el Calvario

La Transfiguración del Señor
(Rafael Sanzio - 1520)


“Jesús se transfiguró delante de sus discípulos” (cfr. Mt 17, 1-9). En el Monte Tabor, delante de sus discípulos, Jesús se transfigura: sus vestidos, pero sobre todo su rostro, sus manos, sus pies, se vuelven de un blanco deslumbrante, porque emiten una luz intensa, de origen celestial, que brota de Él como de su fuente. La luz, en el lenguaje bíblico, significa gloria, y es la gloria que Cristo, en cuanto Dios Hijo, tiene desde la eternidad. En el Monte Tabor, la Humanidad Santísima de Jesús resplandece con la gloria eterna del Ser divino, la gloria que poseen desde la eternidad las Tres Divinas Personas, y por eso es una gloria que Jesús posee desde el momento mismo de su concepción en el seno virgen de María.

Si esto es así, es decir, si Jesús posee esta luz y esta gloria desde la eternidad, como Hijo de Dios, y desde el momento de su concepción virginal, como Hijo de María, surge la pregunta de por qué Jesús no se transfiguró antes, ya que la glorificación es el estado natural de Jesús, porque Jesús es Dios, y por lo tanto, ya desde su nacimiento Jesús debería haber aparecido ante los hombres así como está ahora, en el Monte Tabor, transfigurado, resplandeciente de luz.

La respuesta es que Jesús no fue glorificado en su Cuerpo al nacer, por un milagro, que detuvo su glorificación, para poder sufrir la Pasión, porque un cuerpo transfigurado por la gloria de Dios no puede sufrir, tal como les sucede a los bienaventurados en el cielo[1].

La otra pregunta es porqué Jesús se transfigura en el Monte Tabor, y no en otro momento y en otro lugar, y la respuesta es que lo hace en el Monte Tabor, antes de sufrir la Pasión, para que los discípulos se acordaran de Él, así, glorioso, porque cuando sufriera la Pasión, iba a quedar tan irreconocible a causa de los golpes, las heridas, los hematomas, la sangre, que si los discípulos no lo recordaban así, glorioso como estaba en el Monte Tabor, iban a caer en la desesperanza.

Es por esto que la Pasión, que se desarrolla en el Monte Calvario, debe ser contemplada a la luz de la gloria del Monte Tabor, y la Transfiguración del Tabor, debe ser contemplada a su vez a la luz del dolor y de la oscuridad del Monte Calvario. Ambos montes se contraponen, y se entrelazan el uno con el otro, dándose mutuamente sentido entre sí: en el Monte Tabor, está cubierto de luz y de gloria, la que recibe eternamente del Padre y su Amor; en la Pasión, está cubierto de sangre y de ignominia, la que recibe del odio deicida de los hombres.

Pero además de contraponerlo con el Monte Calvario, el pasaje del Monte Tabor debe ser contemplado a la luz de las profecías del "Siervo sufriente de Yahvéh" de Isaías: “No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que diésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta” (53, 4-5). En el Monte Calvario, como consecuencia de los golpes y de las injurias recibidas de los hombres, Jesús queda irreconocible, “como ante quien se oculta el rostro”, y es por eso que la Iglesia lo contempla en el misterio del Tabor, porque luego en el Calvario será irreconocible. El Dios de la gloria, que se muestra en su esplendor y en su majestad celestial en el Tabor, quedará cubierto de sangre y de golpes en el Calvario.

Los dos montes se contraponen: el del Tabor, y el del Calvario. En el Monte Tabor, la humanidad de Cristo recibe la gloria del Padre, la misma gloria que como Dios Hijo posee desde toda la eternidad. Como consecuencia de esta glorificación, su Cuerpo y su Alma experimentan paz y alegría infinitas, inconmensurables.

La luz de su rostro es una expresión visible de lo que su alma experimenta, sumergida en la inmensidad dichosa y feliz del Ser divino. Su rostro se ilumina y refleja exteriormente la glorificación que del Padre recibe como Hijo desde la eternidad, desde que fue engendrado en el seno del Padre. También sus manos, sus pies, y hasta su túnica, resplandecen con una luz radiante, desconocida para el hombre; una luz que es, al mismo tiempo, vida, amor, paz, alegría. Quienes lo acompañan, Pedro, Santiago y Juan, experimentan la paz, la alegría, la felicidad, de la contemplación de Cristo glorioso: “¡Qué bueno es estar aquí!”, dice Pedro, extasiado por la hermosura del Ser divino reflejado en Cristo.

El Tabor es obra del Padre, porque es el Padre quien le comunica a Dios Hijo su gloria, desde toda la eternidad.

Por el contrario, muy distinto será lo que su Humanidad Santísima experimentará en el Monte Calvario, obra de los hombres. Su rostro, en vez de ser cubierto de luz y de gloria, será cubierto de golpes y de ignominia; sus ojos, en vez de ver el rostro del Padre y llenarse de alegría, como en el Monte Tabor, verá en el Monte Calvario los rostros enardecidos de los hombres, que expresarán ira, furor, rabia, contra su Dios; su rostro será cubierto de cachetazos, de trompadas, de salivazos; sus mejillas quedarán cubiertas de moretones, y uno de sus ojos quedará cerrado a causa de una de las tantas trompadas que recibirá; su cabello quedará empapado por el sudor sangriento de la agonía del Huerto, sufrida por la visión de los pecados de los hombres y de las almas que, a pesar de su sacrificio, habrían de condenarse; sus labios quedarán partidos y sangrantes, por la sed y por los golpes, y el único líquido que recibirá para refrescar su sed, será el vinagre que le alcanzarán cuando esté crucificado; en el Monte Tabor, cuando Jesús está glorioso y lleno de luz, está acompañado de los discípulos, que quieren quedarse con Él; en el camino del Monte Calvario, en el Via Crucis, por el contrario, se encuentra acompañado únicamente por su Madre, la Virgen María, ya que todos los discípulos lo han abandonado; sus manos y sus pies, que en el Monte Tabor resplandecen con una luz que es el gozo y el deleite de los ángeles, de los arcángeles, de los serafines y de los querubines, en el Monte Calvario están clavados y atravesados por gruesos clavos de hierro, provocándolo un dolor lacerante, que lo traspasa a cada segundo, y en vez de luz, sus manos y sus pies emanan sangre, que empapa su cuerpo y la cruz, y va a caer en la tierra, en las almas piadosas que se compadecen de Él y se arrepienten de sus pecados, y en el cáliz de la Santa Misa.

"Jesús se transfiguró delante de sus discípulos". Jesús se transfigura antes de la Pasión y de la cruz, para mostrarnos el camino, para hacernos ver que a la gloria de la resurrección, se llega por el Camino Real de la Cruz. Al transfigurarse en el Monte Tabor, Jesús nos quiere hacer ver cómo es la realidad de la eterna alegría que nos espera en la otra vida, en su compañía, pero a esta realidad, prefigurada en el Monte Tabor, no se accede si no es por la cruz del Monte Calvario, y es en la cruz en donde Cristo está actualmente, misteriosamente, hasta el fin de los tiempos, y por eso, más que desear acompañar a Jesús en las alegrías y en el esplendor del Monte Tabor, debemos desear acompañar a Jesús en la soledad, en la ignominia, en el dolor y en el llanto de la cruz, en el Monte Calvario.

“Jesús se transfiguró delante de sus discípulos”. A Santa Catalina de Siena, Jesús se le apareció con dos coronas, una en cada mano: una de oro, y otra de espinas, y le preguntó cuál de las dos quería; Santa Catalina eligió la corona de espinas.

A nosotros Jesús no se nos aparece, pero desde la Eucaristía nos pregunta: “¿En cuál monte quieres estar? ¿En el Monte Tabor, o en el Monte Calvario?”. Y nosotros le respondemos: “En el Monte Calvario”.


[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964.

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