“Pedid y recibiréis” (cfr. Mt 7, 7-12). Jesús nos anima a pedir, ya que con toda seguridad seremos escuchados, y recibiremos lo que hayamos pedido. Frente a nosotros se abre entonces una posibilidad insospechada: el cielo está atento a nuestros pedidos. Nos recuerdan las palabras del ángel de Portugal a los pastorcitos: “¡Orad! Los Corazones de Jesús y de María están atentos a vuestros pedidos”.
Tenemos que pedir, con la seguridad de ser escuchados. Pero entonces se plantea el dilema de qué pedir, e inmediatamente vienen a la mente una multitud de “cosas” para pedir, un listado casi interminable de necesidades ligadas a nuestra condición humana, limitada y perfecta: “Que fulanito tenga trabajo, que menganito se cure, que Zutanito apruebe la materia”. La lista se hace interminable, porque interminables son las necesidades del hombre. Se incluyen los pedidos por quienes más sufren, como por ejemplo, los afectados por catástrofes naturales.
Pero es cierto que “no sabemos pedir”, porque está bien que pidamos todo esto, pero no es lo único, ni tampoco lo más importante, aún cuando sean cosas tan trascendentes como la curación de un cáncer, o el auxilio en una catástrofe.
Son los santos los que nos enseñan a pedir, en este caso, San Ignacio de Loyola. Dice San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales (cfr. EE. 164-168), que hay diversos grados de humildad –que se corresponden correlativamente con los grados de amor a Dios-, que se manifiestan por la intensidad del deseo de no pecar, y por el deseo de Cristo crucificado: el primer grado, el más bajo, es el desear morir antes que cometer un pecado mortal –“ni por la propria vida temporal, no sea en deliberar de quebrantar un mandamiento, ya sea divino, ya sea humano, que me obligue a pecado mortal” (cfr. EE. 165)-, ya que este nos conduce al infierno; el segundo, es el deseo de morir antes que cometer deliberadamente un pecado venial -“ni porque la vida me quitasen, no sea en deliberar de hacer un pecado venial” (cfr. EE. 166), ya que este nos introduce en el Purgatorio, en donde se sufre, aunque temporariamente; el tercer grado de humildad, y el más perfecto, es desear lo que Cristo desea en la cruz, y rechazar lo que Cristo rechaza en la cruz: “La 3ª es humildad perfectíssima, es a saber, cuando incluyendo la primera y segunda, siendo igual alabanza y gloria de la divina majestad, por imitar y parecer más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más probreza con Cristo pobre que riqueza, oprobrios con Cristo lleno dellos que honores, y desear más de ser estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo” (cfr. EE. 167).
Este grado de humildad se corresponde con el amor perfecto a Cristo, ya que lo que mueve al alma, no es ni el temor al pecado mortal, ni el deseo de los gozos y alegrías del cielo, sino Cristo en la cruz, humillado, golpeado, ultrajado, sangrante, por amor a los hombres.
El tercer grado de humildad, el más perfecto, refleja el estado de unión espiritual con Cristo en el Amor, está expresado en este poema de Santa Teresa de Ávila:
"No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera".
Son estas cosas entonces las que debemos pedir: “morir antes que pecar”, como decía Santo Domingo Savio y, todavía más que eso, desear amar a Cristo crucificado antes que cualquier otra cosa, como nos enseñan San Ignacio y Santa Teresa de Ávila.
“Pedid y recibiréis”. Estamos segurísimos de ser escuchados si pedimos. ¿Somos capaces de pedir la muerte antes que cometer un pecado mortal?
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