“Perdona siempre para siempre”. Tal vez así podríamos resumir el mandato de Jesús de perdonar “setenta veces siete” (cfr. Mt 18, 21-35). Es quizás en este mandato, más que en el primero –amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo-, en donde el cristianismo se revela como religión de origen divino y por lo tanto la verdadera y única religión. Por que en el mandato de amar a Dios y al prójimo se especifica lo que es una tendencia natural en el ser humano: en todo ser humano está inscripta la tendencia a amar, tanto a Dios como al prójimo.
Es verdad que Jesús le agrega el hecho de amar como Él lo hizo, hasta la muerte de cruz, pero es la sobrenaturalización de una tendencia natural. En cambio, en el mandato de perdonar a quienes nos ofenden y aún más, amar a quienes son, por algún motivo, nuestros enemigos, el cristianismo se presenta como una religión que va más allá –jamás en contra, sino más allá- de las tendencias naturales. Perdonar a quien nos ofende, siempre y para siempre –setenta veces siete- es un mandato de origen divino, porque va más allá de nuestras fuerzas naturales.
Por naturaleza, tendemos a perdonar –si es que perdonamos-, una o dos o un poco más de veces, pero nunca siempre. Tenemos la tendencia más bien a la ley del Talión: ojo por ojo y diente por diente, antes que a perdonar a nuestros enemigos la ofensa permanente.
Cumplir este mandato es imposible humanamente, porque excede nuestras fuerzas. Pero Jesús no manda lo imposible: si manda, da la fuerza necesaria para cumplir lo que manda.
Nos sirve de modelo y ejemplo desde la cruz, ya que Él mismo perdona la ofensa e injuria más grande que puede hacerse a un hombre, como es el de quitarle la vida: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34), es una de las palabras pronunciadas desde la cruz. Y si Jesús lo dice y lo hace, eso mismo debe decir y hacer el cristiano, si es que quiere llevar ese nombre en verdad y no solo nominalmente.
Es decir que cuando Jesús nos manda perdonar a nuestros enemigos, nos está diciendo en realidad que lo imitemos a Él, que desde la cruz perdonó a quienes le quitaban la vida. Pero quienes le quitaban la vida no eran solo aquellos que materialmente ejecutaban la crucifixión, sino que, en realidad, quienes le quitaron la vida en la cruz fuimos todos los seres humanos, con nuestros pecados. Fueron nuestros pecados los que le provocaron la angustia mortal en el Huerto y fueron nuestros pecados los que llevaron a la justicia divina a considerarlo culpable, siendo Él inocente, el Cordero sin mancha. Entonces, desde la cruz, Jesús nos perdona a cada uno de nosotros, con un perdón y una misericordia infinitas, de ahí que el cristiano, que recibe misericordia y perdón infinitos desde la cruz por parte del Hombre-Dios, no tenga excusas para no perdonar siempre y para siempre al prójimo que lo ofende. Jesús, perdonándonos desde la cruz, es nuestro modelo de perdón para nuestros enemigos. Pero no es solo modelo, sino fuente y manantial de misericordia divina, la única que nos permite perdonar no con nuestras fuerzas, sino con la fuerza del Amor divino.
No nuestras fuerzas, sino solo el Amor de Dios que late en el Sagrado Corazón puede darnos fuerzas para perdonar a nuestros enemigos –ya sean personales, o a los enemigos de
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